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Historias

La vacuna contra la covid-19: el nuevo proyecto Apolo de la humanidad... ¡A contrarreloj!

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Todas aquellas personas que rehúyen las vacunas por miedo, por ignorancia o porque son víctimas de las teorías de la conspiración, harían bien en revisar la literatura de la historia de la medicina: les será difícil encontrar un adelanto que haya salvado más vidas y evitado más enfermedades. Pero sucede que las generaciones actuales hemos nacido –o nos hemos hecho adultos– en una era en que las vacunas se dan por sentado. En que recibir anualmente la diminuta inyección subcutánea contra la influenza, o tener al día las de fiebre amarilla, tos ferina, o tétano es más una aburrida visita al centro de salud, que el hecho de tener consciencia por el privilegio que nos regaló la ciencia; un privilegio que habrían querido tener los 500 millones de víctimas infectadas con la cepa del virus H1N1 que causó la influenza de 1918.
Un siglo después, metidos hasta las narices en la pandemia del coronavirus moderno SARS-CoV-2, venimos a entender –ojalá– la monumental importancia de las inmunizaciones. La mayoría de las personas no acaba de captar la escala tan formidable del esfuerzo que constituye el desarrollo de una vacuna nueva. Más aún cuando se está bajo la presión del tiempo. En efecto, el proyecto de lograr una defensa contra la enfermedad covid-19 es algo sin precedentes, tanto en profundidad como en extensión, interdisciplinariedad y cooperación científica internacional. Algo así como un nuevo proyecto Apolo de la humanidad, solo que mientras el objetivo de llegar a la Luna pudo desarrollarse durante varios años en la década de 1960, el desarrollo de esta nueva vacuna debe realizarse contrarreloj.
Según la revista Nature, en este momento, equipos de investigación en empresas y universidades de todo el mundo están desarrollando más de 100 vacunas contra el SARS-CoV-2. Los investigadores están probando diferentes tecnologías, algunas de las cuales no se han utilizado antes en una vacuna autorizada. Al menos seis grupos en Estados Unidos y China ya han comenzado a inyectar formulaciones en voluntarios para ensayos clínicos de seguridad. Los otros proyectos –que se cuentan por decenas– están siendo experimentados en animales.
La historia de las vacunas comienza con la larga crónica de las enfermedades infecciosas en los seres humanos y, en particular, con los primeros usos de la materia, o pus, de la viruela para proporcionar inmunidad a esa enfermedad. Existe evidencia de que en el año 1000, los chinos emplearon la inoculación de la viruela –o variolación, como se llamaba el método– y que también hubo prácticas de este tipo en África y Turquía, antes de extenderse a Europa y América.
Ilustración de la agenda de trabajo de Jenner. Foto: Wellcome Collection. Attribution 4.0 International (CC BY 4.0)
Sin embargo, la historia recuerda al joven médico británico Edward Jenner como el pionero de la primera vacuna propiamente dicha: en el siglo XVIII, la viruela (Variola major) mataba al diez por ciento de la gente en Gran Bretaña, y al doble en las ciudades, justamente por el poco distanciamiento social. A Jenner, en 1796, se le ocurrió utilizar la materia de las pústulas de una enfermedad común entre los campesinos, llamada “viruela de vaca”, que vio en los brazos de algunas mujeres que trabajaban como lecheras, para crear inmunidad contra la viruela en el hijo de su jardinero, que tenía ocho años. Jenner sabía que quienes contraían la viruela de vaca eran menos susceptibles de ser afectados por la Variola major y aunque enfrentó por bastante tiempo oposiciones de toda clase, James Phipps –ese primer vacunado– no contrajo viruela cuando lo expusieron a la enfermedad y murió, de muerte natural, a los 65 años.
Durante los siguientes dos siglos, el método de Jenner experimentó cambios médicos y tecnológicos. Su brillante trabajo salvó incontables vidas, dejó las bases científicas para las vacunas futuras y contribuyó a la erradicación de una de las enfermedades más temidas de la historia. “Erradicar” un virus de la faz del planeta, no obstante, es un término demasiado optimista: mientras exista en la naturaleza, o en repositorios congelados en algún laboratorio para estudio –o algo más siniestro, en algunos casos–, la sombra de la amenaza seguirá allí, especialmente si la población mundial no se vacuna contra este.
Edward Jenner vacunando un niño, por E.-E. Hillemacher (1884). Foto: Wellcome Collection. Attribution 4.0 International (CC BY 4.0)
La vacuna antirrábica de 1885 de Louis Pasteur fue la siguiente en tener un impacto en la enfermedad humana. Y luego, con los albores de la bacteriología, los desarrollos siguieron rápidamente: las antitoxinas y las vacunas contra la difteria, el tétano, el ántrax, el cólera, la peste, la fiebre tifoidea, la tuberculosis y otras más se crearon durante la década de 1930.
La segunda mitad del siglo XX fue un momento activo para la investigación y el desarrollo de vacunas. Los métodos para cultivar virus en el laboratorio condujeron a rápidos descubrimientos e innovaciones, incluida la creación de vacunas contra la poliomielitis. En los años sesenta, los investigadores se centraron en otras enfermedades comunes de la infancia, como el sarampión, las paperas y la rubéola, y las vacunas para estas dolencias redujeron en gran medida la carga de la enfermedad. Por último, el año pasado ocurrió un avance antes impensable: la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA) aprobó la primera vacuna contra el Ébola Zaire, un virus aterrador que mata a casi el 90 por ciento de las personas que infecta, literalmente disolviendo sus órganos. Pero no todo es un triunfo. Tras el optimismo inicial de hace 40 años, enfermedades como el sida aún no cuentan con una vacuna.
Kit de vacunas del siglo XIX. Foto: Science Museum, London. Attribution 4.0 International (CC BY 4.0)
Hoy, las técnicas innovadoras impulsan la investigación con tecnología de ADN recombinante y nuevos métodos de entrega, que llevan a los científicos en nuevas direcciones. Los objetivos de estudio se han expandido y algunas investigaciones sobre vacunas están comenzando a centrarse en afecciones no infecciosas, como la adicción y las alergias.
Todas las vacunas tienen como objetivo exponer el cuerpo a un antígeno que no causa la enfermedad, pero que provoca una respuesta inmune que puede bloquear o matar el virus cuando se presenta la infección. En este momento, según Nature, más de 100 laboratorios de todo el mundo están probando varias estrategias para defendernos del SARS-CoV-2, el virus causante de la enfermedad covid-19.
Al menos siete equipos están desarrollando vacunas utilizando el virus mismo en forma debilitada o inactivada. Muchas vacunas existentes se fabrican de esta manera, como las que funcionan contra el sarampión y la poliomielitis; sin embargo, por el riesgo que implica usar el virus mismo, estas vacunas requieren pruebas de seguridad exhaustivas. Los laboratorios de Sinovac Biotech, en Pekín, por ejemplo, han comenzado a probar una versión inactiva del SARS-CoV-2 en humanos. Para “inactivar” al virus antes de inocularlo los expertos usan productos químicos como el formol o someten al virus a calor intenso. Un problema es que, para este método, se necesita una gran cantidad del virus en estado infeccioso. Por su parte, la empresa Codagenix, en Nueva York, está trabajando con el Serum Institute, de la India, en una vacuna debilitada. Para lograrlo, en sus laboratorios pasan el virus a través de varias generaciones de células animales, o humanas, hasta que acumula mutaciones que lo hacen cada vez menos peligroso.
Alrededor de 25 otros grupos de investigación han reportado avances en vacunas de vectores virales. Con este método, que es de los más innovadores, un virus como el sarampión o el adenovirus es genéticamente modificado para que pueda producir proteínas de coronavirus en el cuerpo. Como estos virus también están debilitados, no pueden causar enfermedades, pero su éxito radica en que el cuerpo los detecta y crea una respuesta inmune masiva. Laboratorios como el CSIRO, en Canberra, la capital de Australia, se están enfocando en este tipo de vacuna.
Luego están las vacunas que usan instrucciones genéticas (en forma de ADN o ARN) para que sea el mismo cuerpo el que fabrique una proteína de coronavirus que sea efectiva en el caso de una infección. El ácido nucleico se inserta en las células humanas, que luego producen copias de la proteína del virus (la mayoría de estas vacunas codifican la espiga del virus, que está en las puntas de la corona) para controlar la infección. Hay al menos 20 grupos trabajando en este método, entre ellos una alianza entre la empresa alemana BioNTech y Pfizer; otros investigadores intentan inyectar proteínas del coronavirus directamente en el cuerpo y los demás ensayan usando fragmentos de proteínas o capas proteicas que imitan la capa externa del coronavirus.
Fabricantes de vacunas en masa en la década de 1960. Foto: Wellcome Collection. Attribution 4.0 International (CC BY 4.0)
Metidos en la carrera de la vacuna, están multinacionales como GlaxoSmithKline y Johnson & Johnson, alianzas entre empresas farmacéuticas y grupos académicos, como el grupo de Heat Biologics con la Universidad de Miami y el de Inovio Pharmaceuticals con la Universidad de Pennsylvania, y laboratorios independientes, como Moderna, en Norwood, Massachusetts, que en los últimos años ha desarrollado vacunas experimentales contra virus como el Zika. Más del 70 por ciento de las investigaciones están lideradas por empresas privadas y la mayoría está en la misma página con lo que recientemente declaró Anthony Fauci, el médico inmunólogo que desde 1984 dirige el Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas, y la respuesta estadounidense a la pandemia del coronavirus: “Vamos a comenzar a aumentar la producción con las compañías involucradas, y eso lo hacemos arriesgándonos”, dijo en una conferencia de prensa. “En otras palabras, a estas alturas uno no se pone a esperar a obtener una respuesta antes de comenzar a manufacturar. Sino que, de forma proactiva, comenzamos a hacer una vacuna, asumiendo que va a funcionar. Si funciona, entonces aceleramos para producir millones de dosis”.
Fauci piensa que llegar a esa meta para enero del año entrante “es factible”. Eso supone pisar el acelerador en todos los pasos que tradicionalmente se usan para desarrollar una vacuna:
Primero, hay que realizar pruebas en animales. Luego vienen los ensayos de Fase I en un pequeño grupo de humanos. Después, los ensayos de Fase II, también con un grupo pequeño, pero enfocados en verificar que las personas que contraen la enfermedad realmente desarrollen anticuerpos. En el siguiente paso, la Fase III, se les da la vacuna a un grupo de personas y un placebo a otras, lo que obliga un seguimiento de todo el grupo durante un tiempo extenso; eso permite ver si el grupo vacunado tiene menos probabilidades de enfermarse que el grupo placebo de una manera estadísticamente significativa.
Si los ensayos de Fase III funcionan lo suficientemente bien como para obtener una licencia, es hora de prender motores y producir en cantidades industriales: para eso hay que fabricar infraestructura especial que incluye tanques biorreactores de gran capacidad y ampolletas y jeringas de vidrio de calidad médica, un vidrio que no necesariamente está disponible en el mundo en las cantidades requeridas. Eso aumenta la complicación porque hacer miles de millones de dosis a toda velocidad es una tarea hercúlea que no solamente está en manos de los científicos.
El significado de este esfuerzo masivo lo reconocen incluso los directores de estos laboratorios, como Alex Gorsky, el presidente de Johnson & Johnson. A finales de marzo dijo que, posiblemente, a principios del 2021 podían tener listos los primeros lotes de una vacuna efectiva: “En mis 31 años de trabajar en el sector de la salud, nunca había visto un momento tan rico en cuanto a colaboración, ingenio y valentía”.
A media hora en carro desde el centro de Boston queda uno de los epicentros del desarrollo de vacunas contra la covid-19. El laboratorio de Moderna, en Norwood, es un inmenso bloque de concreto y vidrio donde se experimentan simultáneamente varios proyectos de vacunas hechas con tecnología mRNA –instrucciones genéticas para las células codificadas en el ARN mensajero–. Según Wired, uno de los pocos medios que han tenido acceso al edificio, el lugar es una mezcla de tanques de acero inoxidable de distintos tamaños y pantallas digitales. Es uno de los laboratorios más avanzados de su industria y está construido para ser totalmente flexible: todos los aparatos se pueden mover fácilmente y los procesos se hacen de manera digital y automatizada, para que si algún proyecto resulta exitoso se pueda realizar a gran escala sin traumatismos.
ADN sintético pasando proteínas a través de una membrana. Foto: Michael Northrop. Attribution 4.0 International (CC BY 4.0)
En el momento del cierre de esta edición, este laboratorio es el que ha hecho mayores avances en la vacuna contra la covid-19. El pasado 7 de mayo, la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) le dio permiso a Moderna para pasar de la Fase I a la Fase II de pruebas clínicas de su vacuna. En marzo, Moderna había iniciado pruebas con 45 personas sanas en Seattle, convirtiéndose en la primera empresa de biotecnología en hacerlo. Durante la Fase II ensayará la vacuna en 600 personas: “El inicio de la Fase II es un avance crucial”, dijo Stephane Bancel, presidente ejecutivo de la empresa, en un comunicado. “La meta es comenzar la Fase III a comienzos del verano”.
Hay que distinguir, sin embargo, entre la vacuna y los medicamentos para tratar la enfermedad. Ahí también se están dando avances importantes como el de la empresa biofarmacéutica estadounidense Gilead Sciences con la droga experimental Remdesivir que, según Fauci, “ha demostrado efecto positivo, claro y significativo en reducir el tiempo de recuperación”. En Estados Unidos el medicamento acaba de ser aprobado por la FDA para uso de emergencia en algunos pacientes de coronavirus.
El anuncio fue recibido con entusiasmo por parte de la comunidad médica justamente porque está basado en ciencia sólida. Y porque es una ayuda tangible para los doctores, desconcertados con la gran variabilidad de la enfermedad covid-19. Y es que nadie entiende por qué “la enfermedad parece causar estragos no solo en los pulmones y las vías respiratorias, sino también en los corazones, vasos sanguíneos, riñones, intestinos y sistemas nerviosos”, escribe el periodista científico Ed Yong en la revista The Atlantic. “No está claro si el virus está atacando directamente estos órganos, si el daño se debe a una reacción exagerada del sistema inmunitario en todo el cuerpo, si otros órganos sufren los efectos secundarios de los tratamientos, o si están fallando debido a estancias prolongadas en los ventiladores”.
En medio de una pandemia donde muchas cosas son enloquecedoramente poco claras, tener la certeza de que la ciencia es la que nos va a salvar el cuello debería ser suficiente para que el público en masa acepte, entienda y apoye las vacunas. No solo para evitar la covid-19, sino todas las enfermedades que han venido en el pasado y que vendrán en el futuro, a medida que borramos cada vez más, como lo hemos venido haciendo, la distancia entre nosotros y el enemigo invisible que está agazapado en el corazón de lo salvaje.
ÁNGELA POSADA-SWAFFORD
REVISTA DONJUAN 
EDICIÓN 158 - MAYO 2020
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