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Historias

Los okupas del Támesis

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El Regent’s Canal, en Londres, es una de las zonas más populares de la ciudad. En verano, apenas las nubes dan una pequeña tregua y sale un poco el sol, miles de londinenses se lanzan a correr o a montar en bicicleta por las calles, los jardines y los parques, mientras los camareros hacen malabares para atender sus pedidos; en otras épocas, en cambio, la gente transita con afán por las pequeñas aceras transitables e invade las terrazas de los restaurantes para tomar un café o una pinta de cerveza. La zona se convirtió en un punto de encuentro donde se puede vivir con intensidad el espíritu londinense: cada vez que la selección nacional juega un partido de fútbol, incontables banderas de Inglaterra –la blanca con la cruz roja, el emblema de San Jorge– se cuelgan de los balcones de los edificios que se alzan alrededor del parque.
En el canal fluvial, sin embargo, se vive una realidad diferente. A simple vista pareciera que el caos de la acera también se vive en el agua, donde varias barcazas se apelotonan delante de uno de los tantos túneles que hay en el recorrido mientras sus tripulantes tratan de ponerse de acuerdo a viva voz para establecer un orden de paso.
Aparte del Támesis, emblema de la ciudad y uno de los ríos más famosos del mundo, en Londres hay decenas de pequeños ríos y canales navegables... e incluso habitables. El pintoresco Regent’s Canal, por ejemplo, fue construido hace más de 200 años, tiene 8,6 millas náuticas –14 kilómetros– de longitud y atraviesa la ciudad de oeste a este, desde la zona de Maida Vale y Little Venice hasta Limehouse, donde se conecta con el Támesis, pasando por lugares tan icónicos como los parques de Regent y Victoria, el Zoológico de Londres, Camden Town, Pimrose Hill, la zona hípster de Hackney y la estación de King’s Cross-St. Pancras, famosa, entre otras cosas, por ser el lugar desde donde salía, exactamente en el andén 9 ¾, el Expreso de Hogwarts en las novelas de Harry Potter.
En 1816, cuando fue construido, el Regent’s Canal buscaba enlazar el Támesis con el Grand Junction Canal, otra vía artificial que recorre los 208 kilómetros que separan a la capital inglesa de Birmingham. En total hay diez grandes canales que atraviesan Londres y que cubren 270 hectáreas de la ciudad, que unidas a las 42 millas del Támesis hacen que cerca del 3 % de la metrópoli sea agua. Estos canales fluviales, que anteriormente se utilizaban a modo de corredores para el transporte de personas y mercancía, o como sistema de riego, son ahora uno de los últimos refugios disponibles para los londinenses y los visitantes que se rehúsan a pagar cifras astronómicas por una habitación o un apartamento donde vivir. Sin embargo, lo que hace no mucho tiempo pareció ser una solución ingeniosa y valiente al grave problema de la vivienda en Londres, ha pasado, en solo unos pocos años, a convertirse en una cuestión, cuando menos, controvertida, puesto que esta forma de vida itinerante se ha visto inevitablemente abocada a la sobreocupación.
El número de estas espigadas barcazas –llamadas en inglés houseboats o narrowboats– en los canales de la capital británica se ha incrementado en un 84 % desde el 2012, pasando de las 2.326 que circulaban hace siete años a las 4.274 que actualmente navegan o reposan en los márgenes de los canales londinenses. Aunque es verdaderamente complicado llevar una cuenta precisa, la alcaldía calculó que en el 2018 había más de 10.000 personas viviendo en barcos en los canales de la ciudad. Según la británica Jenny Jones, coautora del informe Moor or Less: Moorings On London’s Waterways (un divertido juego de palabras entre la expresión more or less, es decir, “más o menos”, y el verbo moor, que significa amarrar o atracar una embarcación) sobre la vida en los canales, estos espacios fluviales son una vía de escape: “Vivir en los canales ofrece una gran sensación de libertad. Los canales de Londres son una de las joyas ocultas de nuestra capital y se están convirtiendo en un lugar cada vez más popular. He sido navegante durante muchos años y, a decir verdad, es difícil encontrar una vía más tranquila que los botes para moverse por Londres. Desde fuera, estas barcazas pueden parecer estrechas, pero la verdad es que son casas muy cómodas que dan una gran sensación de libertad”, cuenta la autora en el prólogo del informe.
Joe Coggins, el oficial de prensa del Canal & River Trust –el organismo encargado de la gestión y conservación de las más de 2.000 millas náuticas de ríos, canales y muelles que se extienden por el Reino Unido–, considera que gran parte de este crecimiento se debe a la inversión y a la mejoría de los canales, pero reconoce la dificultad de los londinenses para conseguir una vivienda en tierra firme. “Los canales son lugares muy agradables donde vivir, y en ellos se comparte espacio con una comunidad muy variada y apasionada”, responde en un email. “La navegación se ha incrementado mucho en los últimos años, y, aunque no tenemos ninguna prueba fehaciente, no hay ninguna duda de que la culpa de esto la tiene, en gran medida, el elevado precio de la vivienda en Londres. Eso ha empujado a la gente a elegir formas de vida diferentes y alternativas”.
Los miles de personas que se han lanzado a estos codiciados espacios fluviales son los últimos que han logrado sacarles rédito a los canales y ríos del Reino Unido. Los primeros, curiosamente, fueron los romanos, que los utilizaron ya, sobre todo, para el transporte de mercancías y para el regadío. El primer canal navegable del que se tiene constancia en Reino Unido es el de Foss Dyke, construido en el año 120 d. C. en el condado de Lincolnshire, al este del país: 11 millas náuticas (18 kilómetros) que unían el río Trent y la localidad hoy llamada Lincoln. De ahí comenzó una tradición que terminó en los houseboats y narrowboats que se pueden ver en Londres. Una tradición muy británica, por cierto, ya que las barcazas del Reino Unido solo pueden navegar por los canales de ese país. Sus medidas se ajustan a la perfección a los angostos pasillos fluviales: la longitud máxima de una de estas barcazas es de 72 pies (21,95 metros) y su anchura nunca puede sobrepasar los 7 pies (2,13 metros). Cualquier barco que supere estas medidas tiene prohibido navegar por la sencilla razón de que se quedaría encajado en alguna de las innumerables curvas o giros de los canales.
El diseño actual de los botes proviene de los narrowboats de madera construidos durante la Revolución Industrial, en la segunda mitad del siglo XVIII: los amarraban con cuerdas a unos caballos, que a su vez iban en los caminos de sirga paralelos al canal; pero los equinos fueron reemplazados gradualmente por motores de vapor y motores diésel, hasta llegar a los barcos que navegan en nuestros días, de fibra de vidrio o acero, mucho más ligeros, pintados con colores llamativos y adornados, la mayoría de ellos, con un sinfín de flores y plantas en la proa, en la popa o, incluso, en el techo.
En la zona de Kentish Town, muy cerca del famoso mercado de Camden Town, vive Valentine (prefiere no dar su apellido), quien hace un tiempo cambió el apartamento que arrendaba por un bote de tamaño mediano, ideal para una persona, pintado de verde oscuro y negro y decorado con multitud de enredaderas. Esta británica es una de las muchas continuous cruiser, es decir, las personas que cambian de amarre cada 14 días, que circulan por los canales. Valentine, que lee tranquilamente un libro en cubierta, es una ferviente admiradora de estas barcazas, pero advierte también que esta vida itinerante tiene muchas desventajas: “Estos barcos necesitan el mantenimiento de una casa y, además, el de un carro”, afirma. Pero, “además, es posible que un barco se hunda, que surjan problemas con la calefacción o tener cualquier tipo de apuro eléctrico, más difícil de reparar desde el agua”.
Valentine dice también que lo mejor de vivir en los canales es que son “el lugar más democrático de Londres”, puesto que los dueños de los barcos más elegantes, con sus grandes paneles solares y jardines en los techos, comparten espacio con los más pequeños y modestos; eso sí, todos con un gran sentido de comunidad.
A pocos metros de la céntrica estación de King’s Cross-St. Pancras se encuentra amarrado uno de los barcos más reconocibles y queridos por los londinenses. Visto de lejos podría parecer un bote más de los tantos que hay en los muelles de los canales, pero Word on the Water no lo es: la barcaza de Paddy Screech, John Privett y Stéphane Chaudat es un barco-librería, la primera librería flotante de la ciudad.
Esta lancha, de más de 100 años de antigüedad y 50 pies (15,2 metros) de longitud, ha encontrado su lugar definitivo en la zona de King’s Cross, después de estar mucho tiempo cambiando de aires cada dos semanas. Porque en Londres existen dos formas de navegar en los canales: una, con un permiso permanente que puede costar en torno a las 8.000 libras al año –unos 35 millones de pesos– según el tamaño del barco y la ubicación del amarre, un costo que hace que buena parte de los propietarios de houseboats lo piensen dos veces; y la otra, con una autorización temporal gratuita, que lleva consigo la obligación de cambiar la embarcación de sitio cada 14 días.
Screech, Privett y Chaudat, que tenían una autorización provisional, perdieron su licencia tiempo atrás y estuvieron a punto de tener que cerrar su famosa librería. Sin embargo, a través de una petición online apoyada por el público y firmada por más de 6.000 personas recaudaron los fondos necesarios para hacerse con un amarre permanente en la exclusiva plaza de Granary, en la zona de King’s Cross, famosa por su agradable ambiente, tanto diurno como nocturno, y por la ingente cantidad de restaurantes modernos y trendy con que cuenta.
Paddy es el encargado de mantener al día los perfiles de Word on the Water en las redes sociales y de responder los mensajes que les llegan a diario. También hace las veces de portavoz de la librería: le toca tratar con los medios y disfruta haciéndolo. Luce una camiseta negra con rayas horizontales blancas, de estilo puramente marinero, y unos jeans algo descoloridos. Cuando llego al amarre a la hora que habíamos acordado previamente y me presento, lo encuentro ordenando algunos libros y colocándolos en las estanterías correspondientes. “Ah, eres el que me escribió por Facebook, ¿no?”, me dice, sonriente, tras darle una última calada al cigarrillo y apagarlo en el cenicero: “¡Sube a bordo!”.
Entrar en Word on the Water supone dar un pequeño salto atrás en el tiempo. No hay iPads, ni Kindles, ni aparatos eléctricos: sólo libros. Decenas y decenas de ellos. La entrada a la librería está ubicada en la popa, bajo el inmenso letrero de “Bookshop”, y está facilitada por una tabla de madera que une la barcaza con la acera a fin de evitar que algún despistado se caiga al canal. El buen clima ha permitido a Screech, Privett y Chaudat retirar la lona impermeable que normalmente recubre la parte central del barco y que protege de la inoportuna lluvia londinense los libros y los tantos artistas que actúan a menudo en el pequeño escenario instalado en el centro del bote.
“Antes teníamos que cambiar de amarre cada dos semanas: las normas en los canales del Reino Unido son muy estrictas. ¡Eso es algo muy británico! La verdad es que era complicado, ya que teníamos que desmontar la tienda cada 14 días, buscar otro amarre y quedarnos hasta las cuatro de la mañana montando la librería de nuevo para abrir al día siguiente”, cuenta Screech “Ahora, por fin, estamos quietos en un sitio. El día que llegamos a nuestro destino final, el motor del barco cascó definitivamente, igual que le pasó al carro de los Blues Brothers en aquella divertida película”, añade.
Aunque la afluencia de público y la venta de libros han mejorado ostensiblemente con el amarre fijo, Screech destaca que los comienzos de Word On The Water no fueron nada sencillos: “En los veranos, las cosas iban relativamente bien y lográbamos salir adelante, pero los inviernos eran como una obra de teatro de Samuel Beckett: con caras largas, abrigos gruesos, poco de comer y pidiendo plata a los amigos. Durante muchos años parecía que todo iba a hundirse”.
Y así fue. Literalmente. No mucho después de iniciar el proyecto de la barco-librería ocurrió que un amigo de los tres dueños hizo uso del aseo de la librería flotante, pero dejó por error una válvula abierta, y eso provocó que la barcaza se inundase y se fuese a pique, al fondo de un canal. Con tesón y trabajo consiguieron sacarla a flote, abrieron de nuevo la librería, y las cosas, poco a poco, mejoraron. Ahora, asentados como uno de los botes de referencia de los canales -hacen certámenes de lectura y conciertos gratuitos en la barca-, estos tres libreros amigos animan a la gente a salir a conocer los canales de la gran urbe.
“Los tres llevamos viviendo más de una década en los canales”, dice Screech. “Jon duerme a veces en la librería y otras en el barco de su novia. Yo tengo una barcaza de 40 pies con la que salgo a navegar siempre que puedo; ahora la tengo amarrada en el noroeste de la ciudad”, explica Paddy. “Los canales representan una magnífica oportunidad para aquellos que no pueden permitirse los inflados alquileres que han hecho que el mercado inmobiliario de Londres sea prohibitivo para muchos. Estos espacios naturales son, hoy en día, un sitio casi prémium, y creo que la amabilidad y tranquilidad que se respira en los canales son el antídoto perfecto para la toxicidad de vida urbana del siglo XXI”.
Screech tiene razón. Según el diario The Guardian, el precio de un apartamento en Londres se ha incrementado un 86 % desde el año 2009. Un ejemplo: para vivir en una habitación doble en una casa compartida situada en una zona relativamente céntrica de la ciudad, habría que pagar mensualmente mínimo 1.000 libras (4,2 millones de pesos), mientras que por un apartamento entero de dos cuartos se pagan, como mínimo, 2.500 al mes (10,3 millones de pesos); todo eso, claro está, sin contar facturas y los elevados impuestos municipales. Hacerse con una barcaza, en cambio, es bastante más asequible. El precio de un narrowboat oscila entre las 15.000 libras para las más modestas y las 100.000 para las más lujosas (entre 62 y 450 millones de pesos). Además, los gastos de vivir en un houseboat son también considerablemente menores que los de un apartamento: lo único imprescindible es la licencia para navegar, un seguro, la gasolina y el carbón para la calefacción.
“A mí me ha salvado” -cuenta, honesto, Matthew Winters, un joven británico que profesionalmente aspira a ser actor-. “En Londres hay que trabajar muchísimo para pagar el arriendo”. El sencillo barco de Winters tiene poco más de 10 metros de eslora y todo lo básico para poder vivir en él: un cómodo dormitorio con una cama individual, una pequeña cocina y un salón de estar con un sofá, un televisor y una estufita de madera que se antoja imprescindible para el invierno. Amarrado durante dos semanas en doble fila en la exclusiva zona de Islington, al norte de Londres, Winters, que ha hecho una pausa momentánea en la limpieza del barco para hablar conmigo, me cuenta que un día se cansó de tener que destinar 550 libras de su sueldo al arriendo de una habitación individual en una casa compartida en la zona de Muswell Hill y compró a préstamo este pequeño barco de 37 pies (11,2 metros). “Un barco como el mío cuesta entre 18.000 y 24.000 libras (entre 75 y 100 millones de pesos), aunque puedes conseguir uno de los más pequeños por 7.500 libras”, explica. “A esto le añades algún gasto más, como el de los paneles solares, por los que pagas unas 600 libras y que te duran 15 años, y sirven para tener electricidad”.
Sin embargo, Joe Coggins, el oficial de prensa del Canal & River Trust, previene a la gente de lanzarse a vivir a los canales sin informarse exhaustivamente de todo lo que implica. “Realmente es imposible saber cuál es el costo verdadero de vivir en una barcaza. Depende del tipo de barco que compres y de si quieres un amarre temporal o permanente. Lo que le decimos a la gente es que no se vaya a vivir únicamente a un barco por pensar que van a ahorrar plata, ya que hay varios gastos fijos que hay que tener muy en cuenta”.
Pero si el uso lúdico y habitacional de estos espacios fluviales se ha incrementado notablemente, su utilización comercial ha mermado en gran manera en las últimas décadas. A día de hoy, en estas pesadas barcazas solo se transporta una pequeña parte del carbón, la piedra, la grava, el petróleo y la arena que se movía antaño; un descenso que se debe, en gran medida, al elevado precio del combustible para el transporte, a su lentitud de movimiento –la velocidad máxima permitida para la mayoría de barcos es de 4 millas por hora o 6,5 km/h– y a lo poco prácticas que resultan por la escasez de muelles, que podían ser suficientes a principios del siglo XX pero que hoy no dan abasto a la velocidad de una ciudad como Londres. Por eso, los barcos de mercancías que tanto se utilizaban antes y que son protagonistas de la popular serie de Netflix Peaky Blinders han sido desmantelados o adaptados como embarcaciones de recreo o viviendas flotantes.
Es domingo y, a primera hora de la mañana, como han hecho cada dos semanas durante los últimos 18 meses, Emma Wright y su madre, Fiona, se preparan para mudarse de sitio. No saben todavía cuál será su nueva dirección, pero sí que estará en algún punto de los canales navegables. Emma, de solo 12 años, narra en sus redes sociales –tiene YouTube, Facebook, Twitter e Instagram– cómo es su día a día en una de estas imponentes barcazas. Lo hace bajo el seudónimo Narrowboat Girl, un nombre que es de sobra conocido entre los consumidores de contenidos en YouTube: sus videos acumulan más de 140.000 reproducciones.
Intercambio varios correos con Emma para cuadrar una fecha para conocernos y ver de cerca su barca/casa, pero me dice que en estos días ella y su madre no están en Londres, que han aprovechado las festividades para desconectarse de la gran urbe e irse a navegar por el centro del país y que no sabe todavía cuándo regresarán. “La vida en un barco puede ser un poco imprevisible”, me dice en un mensaje que acompaña con un emoji de una cara sonriente y que viene firmado por ella y por su madre, que es quien supervisa su canal de YouTube y todos los videos y las publicaciones en las redes sociales. Ante la imposibilidad de vernos, decidimos hablar por Skype, y en la charla, como si se tratara de uno de sus populares videos, Emma, con su madre muy cerca, me explica cómo es la vida en una de estas imponentes barcazas.
“Es muy cool vivir en un barco. En el nuestro, al que le hemos puesto el nombre de Pendle, vivimos mi mamá y yo con nuestros cinco perros –dice Emma–. Hace año y medio vendimos nuestra casa, ya que buscábamos una forma de vida más simple y queríamos viajar más. Por eso nos lanzamos a los canales”.
En sus videos, que ella misma edita con programas caseros, muestra la vegetación de los canales londinenses, los parques por donde saca a pasear a sus perros, los otros barcos con los que se cruza y algunas acciones que son imprescindibles para vivir en estos espacios fluviales, como abrir las pesadas compuertas de madera y accionar manualmente unas esclusas que son como una versión rústica y en miniatura de las del canal de Panamá cuando tienen que cruzar de un canal a otro.
El Canal & River Trust estima que alrededor de 38.000 narrowboats navegan hoy en día por las vías fluviales del Reino Unido. De ellos, algo más de la cuarta parte se usan como viviendas particulares. Aunque hay canales navegables en prácticamente todo el país, son las ciudades de Birmingham y Londres, las dos más pobladas, las que cuentan con más kilómetros con este tipo de espacios fluviales. Birmingham, de hecho, tiene más que la autoproclamada “Ciudad de los canales”, la italiana Venecia. Y también hay rutas navegables en Gales y en Escocia; una de ellas, el Caledonian Canal, que conecta la ciudad escocesa de Inverness con el pueblo de Fort William, con parada incluida en el Lago Ness, a donde muchos van a buscar el famoso monstruo.
Muchos han aprovechado el auge en la popularidad de la vida en los canales y se han echado al agua, literalmente, para ofrecer a los turistas estas barcazas como una de las tantas experiencias puramente londinenses: no es raro ver en plataformas digitales como Airbnb decenas de anuncios de barcazas amarradas en los populares canales de Regent o Little Venice, ofreciendo un lugar tranquilo, aislado, diferente y mucho más exótico que la tradicional habitación de hotel. La llegada de una nueva generación de usuarios al canal, especialmente de jóvenes, ha puesto de moda este tipo de vida itinerante en Londres, aunque a la vez ha congestionado el tráfico, con más de 4.200 barcos compitiendo por tan solo 1.500 amarres, muchos de ellos en manos privadas. De hecho, no es raro ver barcazas parqueadas en doble y hasta triple fila en los principales canales capitalinos.
Ian Shacklock, representante de la organización Friends of Regent’s Canal, cree que esta es una postura exagerada y que los canales de Londres no están tan poblados como dicen, aunque advierte que estas vías fluviales “no fueron diseñadas para ser utilizadas como una urbanización, sino para que las embarcaciones pudieran mantenerse en movimiento y detenerse durante la noche”. “En teoría, podríamos todavía encontrar espacio para unos pocos barcos más, pero esto arruinaría la función del canal como un corredor verde. Un gran número de personas visitan el canal para ver de cerca y disfrutar de la vida silvestre, pero si ni siquiera pueden ver el agua, entonces se sentirán como en un aparcamiento de carros”, responde en un email. Reconoce, no obstante, que los canales han vuelto a cobrar vida en Londres.
Sin embargo, más allá de las polémicas por el hacinamiento de los barcos, la imagen de estos narrowboats a lo largo de escenarios icónicos se ha convertido en una postal pintoresca de Londres y en un lugar de paso obligado para locales y turistas que disfrutan y se toman selfis una y otra vez junto a estas joyas visuales, ya no tan ocultas, de la capital del Reino Unido.
JORGE PERIS
FOTOS: CAROLINA RINALDI
REVISTA DONJUAN
EDICIÓN 144 - DICIEMBRE 2019
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