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Historias

Universo Fortnite

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Lo primero que vi fue a una mujer morena de pelo corto que estaba vestida con pantalones camuflados y una camisa verde sin mangas. Su nombre era Banshee y es el skin –o avatar– que sale por defecto en Fortnite, el videojuego más popular del momento. Tuve que esperar algunos segundos mientras otros gamers se conectaban para la partida y luego salté hacia una isla donde había 99 personas esperando para asesinarme.
Desde el aire vi pedazos de ciudad, campos verdes y lagos brillantes. Los colores vivos me hacían olvidar que estaba en un videojuego de guerra, pero cuando aterricé, gracias a una suerte de paracaídas, cerca de una granja, caí en cuenta de que la única arma que tenía para defenderme o atacar era una especie de pica con la que podía romper todo lo que tenía a mi paso. Destruí muros, árboles, latas y piedras y vi cómo todo se acumulaba en un contador de recursos en una de las esquinas de mi pantalla. Y luego corrí por los prados hasta que, por fin, encontré a otro jugador; como buen primíparo, no había logrado siquiera acercarme a él cuando recibí cientos de disparos. No salió ni una gota de sangre del cuerpo de Banshee, pero era claro que había perdido: una máquina voladora succionó mi cuerpo y reaparecí en la sala inicial para esperar por una nueva partida.
Fortnite es un juego multiplataforma. Está disponible para Xbox, PlayStation, Nintendo Switch, PC, Mac, Android y iOS. Su impacto, sin embargo, va mucho más allá del juego en sí mismo: en solo dos años y medio alcanzó más de 250 millones de usuarios activos, un crecimiento que supera, de lejos, al de gigantes como Facebook, Instagram y Pokemon Go. El año pasado, el juego declaró más de 200 millones de dólares mensuales en utilidades y rompió récords, como el de reunir 10 millones de personas en un concierto virtual. Desde el 2018, cuando Epic Games –la compañía que lo desarrolló– reportó ganancias por tres mil millones de dólares, Fortnite se convirtió en un jugador de primer nivel en la industria de la tecnología. Además, logró convertirse en un fenómeno masivo global a través de toda una línea de productos con su marca –que desarrolló a través de una alianza con el fabricante de juguetes Hasbro– que incluye camisetas, buzos, muñecos coleccionables y versiones de juegos de mesa como Jenga y Monopolio.
Y, para sorpresa de todos, Fortnite es gratuito.
Para alguien como yo, que hace siete años no cogía un control con botones y joysticks, mi computador fue la opción obvia para entrar en ese universo: googleé “Fortnite”, bajé el app de Epic Games –la empresa que lo comercializa– y comencé a liberar de mi disco duro las 68 gigas necesarias para instalar el videojuego. Tuve que esperar 15 horas para que la instalación se completara (aunque el tiempo depende de la velocidad de descarga de cada servicio de internet) y después comprobé que si fuera un gamer, hace tiempo habría cambiado el que tengo.
Después de varias partidas perdidas entendí que, en Fortnite, ganar es sinónimo de supervivencia: los cien gamers que aterrizan en la isla se enfrentan a muerte usando armas que encuentran mientras exploran el escenario: yo llegué a encontrar rifles, subfusiles de asalto, ametralladoras, lanzagranadas, escopetas y pistolas. En cuanto a la estrategia de defensa, aprendí que los recursos que se acumulan en la pantalla sirven para construir muros y fortalezas donde uno se puede atrincherar. Además, por el camino, encontré recuperadores de salud como botiquines, vendas, frutas y pociones que ayudan a incrementar la vida y a crear escudos. El objetivo de ser el último jugador en quedar en pie no parecía muy diferente del de otros videojuegos de battle royale de los que me habían hablado y que se basan en la lucha de todos contra todos. Sin embargo, Fortnite no encaja del todo en ese género. Tim Sweeney, el CEO de Epic Games, aseguró durante la Game Developers Conference, que el objetivo de Fortnite era construir “algo así como un metaverso”. Luego explicó su idea: “Un mundo tridimensional en el que, a través de los avatares, los jugadores pueden interactuar social y económicamente”.
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Nicolás Jaramillo tiene 19 años. Durante ocho meses, desde finales del 2017 hasta mediados del 2018, su nickname zNicoLegacy estuvo en el top tres de los mejores jugadores colombianos de Fortnite. A su apartamento, donde vive con su familia, se llega luego de subir cinco pisos de escalones, y en su habitación los videojuegos son el tema central: a la izquierda, hay afiches de clásicos como Crash Bandicoot, God of War, Naruto Shippuden y Dragon Ball; a la derecha, sobre un escritorio en forma de L, tiene un computador con dos monitores, un teclado robusto con luces rojas de led y un mouse con cuatro botones más que los convencionales. En ese computador ha jugado God of War y The Last of Us, pero el que más practica –y el único que juega en el momento– es Fortnite.
–Lo que diferencia a Fortnite de otros videojuegos es que proyecta las historias en tiempo real –me dice–. Uno juega dentro de una historia que está en desarrollo: el juego constantemente crea eventos, cita a los jugadores a una misma hora en todo el mundo y cuando uno entra a la partida puede ir a un lugar para ver el evento en vivo. Como todos en el mundo estamos viendo lo mismo, hay mucho entusiasmo y expectativa. Además, cada temporada ha estado marcada por un nuevo evento y eso hace que estar en ellos sea muy importante.
Al contrario de lo que sucede con las series de televisión, en Fortnite cada capítulo está formado por cierto número de temporadas. Para cada temporada, la temática del juego cambia: aparecen nuevas armas, nuevos bailes y hay cambios en el mapa de juego. Pero la clave está en que Fortnite logra romper cada vez más las barreras entre lo que está dentro del juego y lo que está fuera de él: los bailes –o emotes, que son movimientos prediseñados para mofarse de los contrincantes, para celebrar o simplemente para expresarse en medio del juego– se volvieron tan populares que Antoine Griezmann celebró su gol en la final del Mundial del 2018 con la danza “Take the L”. Además, como explica Nicolás, en las últimas temporadas ha habido eventos masivos, como el lanzamiento de una nave espacial que sucedió en junio del 2018 y el concierto del productor y DJ estadounidense Marshmello, que en febrero del 2019 hizo un concierto donde diez millones de jugadores asistieron durante diez minutos a un show que incluyó proyecciones inéditas de hologramas típicos de Fortnite. Para hacerse una idea, el juego logró algo así como reunir a las poblaciones enteras de Bogotá y Medellín en un escenario virtual; eso sin contar las cifras del evento en Youtube, que superó 40 millones de visualizaciones en solo dos días.
Foto: Julián Ríos Monroy
Sin embargo, el evento que ha tenido más impacto en Fortnite ocurrió el 12 de octubre del año pasado: todo empezó con un reloj con una cuenta regresiva que apareció en el campo y despertó en los jugadores una sensación de expectativa. Cuando el reloj llegó a ceros, una lluvia de meteoritos destruyó el escenario hasta que todo fue consumido por un agujero negro. Se trataba de una especie de apocalipsis: el videojuego se quedó fuera de línea, la cuenta de Twitter de Epic Games quedó en blanco y cuando los jugadores intentaron conectarse, solo vieron una espiral azul que flotaba en medio de una pantalla negra.
La frustración y el desespero se hicieron sentir por todo internet, pues aunque los creadores habían anunciado un final de capítulo épico, nadie pensaba que el juego iba a quedar suspendido: “Van seis horas desde el agujero negro de Fortnite… ¡Estamos volviéndonos locos!”, escribió por Twitter @Nicks, uno de los jugadores más populares del mundo. Incluso la revista Time le dedicó varios artículos al evento, pero fueron las cifras las que dieron cuenta del verdadero impacto: según Epic Games, “The End” –como fue bautizada la lluvia de meteoritos que marcó el final del primer capítulo– fue visto en directo por más de siete millones de personas a través de las transmisiones en YouTube, Twitter y Twitch, una plataforma de streaming donde se pueden ver partidas de videojuegos en tiempo real. Y aunque aún no se ha publicado el dato de cuántas personas estaban jugando Fortnite cuando ocurrió ese apocalipsis, se sabe que ese número es mayor que el del exitoso concierto de DJ Marshmello.
Dos días después, el 14 de octubre, los jugadores pudieron volver a conectarse: el Capítulo 2 de Fortnite comenzaba con un autobús que parecía robado de una escuela estadounidense, pero que había sido despojado de su color amarillo y en cambio estaba pintado con el azul de un jabón Rey. Adentro, bajo la complicidad de una disco ball, había una fiesta a plena luz del día y las luces de neón se reflejaban en los trajes de vaqueros, androides, osos de peluche y mercenarios que bailaban mientras el autobús atravesaba, colgado de un globo aerostático, un mar interminable. Los ocupantes del autobús eran los skins tradicionales de Fortnite: Doggo, Ladina, Cameo y Oso Rosado, entre otros. Para un jugador veterano como Jaramillo, que llevaba más de dos años jugando Fortnite casi a diario, esa fiesta era un momento de tensión. Los jugadores se fueron levantando de sus sillas y empezaron a correr por el pasillo que conducía hacia la salida de emergencia para lanzarse al vacío al mejor estilo de un experto en paracaidismo: ser uno de los primeros jugadores en experimentar el segundo capítulo de Fortnite era, para él, algo histórico.
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Lenin Sánchez tiene 26 años, es abogado y juega en consolas desde que cumplió siete. Si participara en un torneo, sería, por su edad, un veterano, pero esa experiencia de casi dos décadas en el gaming lo lleva a destacar las bondades de Fortnite: “Este juego lo cambió todo. Ya no es solo disparar, esconderse, recargar, tener buena puntería y moverse; ahora uno tiene que construir, editar, pensar en la altura de los enemigos, poner trampas… Todo tiene un nivel de complejidad muy alto. Y todo esto se logra sin tener que pagar un peso para jugar”.
Para alguien como Lenin, que antes de conocer Fortnite podía gastar hasta 300.000 pesos mensuales en videojuegos, ese factor cobra importancia.
Hasta hace algunos años, la venta de juegos y licencias era el campo más lucrativo para las compañías desarrolladoras. Las ganancias de títulos como Grand Theft Auto V, lanzado en el 2013, fueron superiores a las de cualquier libro, disco o película: según MarketWatch, ese juego ha recaudado 6.000 millones de dólares en noventa millones de unidades vendidas a unos 130.000 pesos cada una. En cambio, la apuesta de Fortnite es diferente: para jugarlo solo se necesita tener una conexión a internet, descargarlo no cuesta un solo centavo y los 4.000 millones de dólares de utilidades que tuvo en menos de dos años vinieron de su tienda virtual. Aquí también lograron un giro exitoso: en vez de utilizar el típico modelo del pay-to-win, en el que los jugadores invierten dinero real para obtener ventajas en el juego –como cambiar un hacha por un lanzacohetes para ganar más fácil–, en la tienda de Fortnite solo se pueden comprar detalles meramente estéticos que cambian la experiencia de juego, como skins, bailes o armas personalizadas.
Lenin, que juega bajo el nickname lenin710420, ha invertido unos cincuenta dólares en los 14 meses que lleva jugando Fortnite, una cifra mucho menor de lo que habría gastado en un solo mes en otros videojuegos. Para las compras en este universo, Epic Games desarrolló los V-Bucks –o paVos, en español–, una moneda virtual exclusiva de Fortnite: un paquete de 1.000 paVos cuesta unos 10 dólares, y la mayoría de skins están en un rango de 1.500 a 4.400 paVos. Lenin tiene cinco de estos avatares, también algunas picas personalizadas y un par de emotes, los bailes que suelen costar entre 200 y 800 paVos.
Si la tendencia se mantiene, Fortnite tardaría menos de tres años en producir el dinero que Grand Theft Auto generó en cinco.
Juan Manuel Orozco, que en el juego se llama Jumacasfl, hace parte del grupo que no le ha invertido ni un peso a la tienda de Fortnite. Tiene 12 años y cursa sexto grado en un colegio de Montería, la capital de Córdoba. “Yo no le meto plata a eso porque es muy caro. No sé ni siquiera cómo se puede recargar”. Estamos conversando por videollamada y apenas logro ver su mentón; él responde mientras juega una partida de Fortnite con un amigo del colegio, Samuel Medrano, que aparece con el usuario Dasamh y es un año menor. Como están en vacaciones, pasan entre cuatro y ocho horas diarias jugando Fortnite, pero en la temporada de estudio solo pueden jugar la mitad del tiempo. Eso, si hacen méritos con sus calificaciones.
“Me gusta que en el juego no haya sangre”, resalta Yeimy Berrocal, la madre de Samuel. Y es que para ser un videojuego en el que el objetivo es matar y sobrevivir, la estética resulta bastante atractiva. A diferencia de otros battle royale con atmósferas oscuras que parecen sacadas de países en guerra y dejan ver escenas devastadoras y sangrientas, Fortnite apuesta por un diseño colorido y personajes cómicos que podrían protagonizar una película animada para niños. Este detalle, además de caer bien entre los padres, hace que Fortnite logre nuevos públicos: “Es el primer shooter con un gran público femenino”, dijo en abril del 2019 Tom Sweeney, el CEO de Epic Games. “El 35 por ciento de nuestros usuarios son mujeres, porque Fortnite atrae jugadores en una experiencia social”. Y esto no es casual: de acuerdo con un estudio sobre la influencia de Fortnite en la Generación Z –las personas que nacieron entre 1995 y 2012– que publicaron varios autores de universidades españolas, la apuesta cartoon del diseño de Fortnite, que además tiene avatares de ambos géneros, hace que se puedan crear personajes de acuerdo con la identidad de cada jugador y que el juego esté teniendo éxito incluso entre niños menores de 10 años.
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Si los usuarios de Fortnite crearan una república independiente, tendría 250 millones de habitantes, sería uno de los cinco países más poblados del mundo y una de sus embajadas sería Cluster Gaming House, un espacio cerca del Centro Internacional de Bogotá que desde hace más de diez años acoge a los videojugadores.
La casa tiene fachada inglesa, pero tras cruzar su puerta principal, que permanece abierta de ocho de la mañana a diez de la noche, se ingresa a un territorio gamer. Justo cuando se suben las escaleras, colgando de una pared pintada de rojo, aparece un afiche gigante con cuatro personajes y un letrero blanco que dice “Fortnite”. Ya en el segundo piso, detrás de un computador, aparece Maira Moreno, una gamer que desde hace un año trabaja en Cluster. Esta casa de videojugadores, una de las más grandes de Bogotá, cuenta con 28 computadores que en temporada estudiantil no dan abasto: “En ocasiones tenemos que dar turnos y hay gente que espera hasta una hora para poder jugar. Como cada cliente tiene su usuario y dispone de su tiempo, nunca sabes cuándo van a terminar su partida”, me cuenta Maira. “Incluso hay quienes han jugado 14 horas seguidas: llegan desde que abrimos, piden domicilios para almorzar y se van cuando cerramos”. El listado de clientes frecuentes de Cluster deja datos reveladores: en apenas tres meses, uno de los usuarios estuvo más de 336 horas conectado desde las pantallas de Cluster y, sumando sus partidas, pagó más de un millón de pesos por el tiempo gastado. Al preguntar por Fortnite, Maira responde que es uno de los únicos videojuegos que están instalados en todos los computadores y verifica en una tabla de Excel que en Cluster lo han jugado personas desde los siete hasta los 46 años, aunque los jugadores más frecuentes están en el rango de los 13 a los 19.
Sin embargo, tanto Lenin como Nicolás señalan que en Colombia hay un impedimento mucho más grande que ese tabú: el ping. Se trata de la unidad de medida de latencia, que es el tiempo que tarda un paquete de datos para ser transmitido desde un servidor. En palabras más sencillas: si el servidor de Fortnite al que están conectados los jugadores colombianos queda en Nueva York, existe un tiempo de retardo entre lo que está pasando en tiempo real en la partida online y lo que se refleja en la pantalla del gamer. Aunque se trata de milisegundos –en los que toman ventaja quienes viven cerca del servidor–, ese instante es determinante, por ejemplo, en la capacidad de reacción que tiene un jugador al que le están disparando.Mientras hablo con Maira, Sebastián Arráez, de 14 años, y Juan Andrés Ramírez, de 15, juegan en un espacio oscuro iluminado por una luz de neón azul. Sus nombres en el universo Fortnite son ClappyFN y Fornia_. Al preguntarles a qué profesión quisieran dedicarse, responden casi al unísono que su meta es convertirse en jugadores de deportes electrónicos.
Lenin Sánchez tampoco llegó a considerar los videojuegos como una opción de vida: “Acá en Colombia la gente no se fija en los videojuegos como una opción profesional”, dice. “En Argentina, hay niños que desde los once juegan a nivel competitivo, los ficha un equipo y les pagan para que jueguen un número de horas diarias, pero eso acá no se ve”. Además, dice que, en Colombia, el gaming como opción profesional implica luchar contra un tabú social: “Acá se ve al gamer como alguien vago, sin futuro”, dice. “Romper con ese tabú es difícil y quita mucho nivel de competitividad”.
Nicolás Jaramillo, sentado en su escritorio en L y presionando el teclado y el mouse a velocidad maratónica, cuenta que él fue uno de los colombianos que participaron en la clasificación del Fortnite World Cup. “Junto a mi dúo, ByDavo, llegamos a la quinta semana. Ganamos 350 dólares”, dice. No era la primera vez que Nicolás ganaba dinero gracias a los videojuegos: cuando tenía 12 años, él y su hermano se llevaron el primer lugar y los 2.000 dólares de premio del AxesoFest, un torneo del videojuego Operation 7 organizado en Bogotá. Aún participa constantemente en torneos menores de Fortnite que organizan proveedores de equipos tecnológicos para gamers o casas de juego como Cluster, y también recibe algo de plata por sus transmisiones en Twitch. Ese dinero le ha servido para comprar el televisor gigante que está suspendido en la pared de su cuarto, el monitor especial para videojuegos y muchos otros gadgets, pero él no sueña con que el gaming le dé para vivir.No es extraño que cualquier gamer haya visto la noticia del joven de 16 años que ganó tres millones de dólares jugando Fortnite. La cifra, que es cinco veces más que el premio recibido por Egan Bernal cuando ganó el Tour de Francia, hace que soñar con ser el próximo multimillonario, o al menos con la opción de vivir de los videojuegos, sea cada vez más común. Desde mediados del 2018, la compañía Epic Games quiso llevar a Fortnite a los e-sports, las ligas profesionales de deportes electrónicos. Luego de pruebas, modificaciones de la plataforma y algunos torneos de prueba, la compañía anunció que el Fortnite World Cup se llevaría a cabo en julio del 2019. El torneo entregó treinta millones de dólares entre los jugadores que clasificaron a la fase final y los ganadores de las categorías: solitario, dúos, creativo y pro-am. La fase de juegos clasificatorios, en la que participaron 40 millones de jugadores de 200 países, duró diez semanas y luego los mejores 100 viajaron a Nueva York para jugar la final ante 19.000 espectadores en el Arthur Ashe Stadium, el mismo que alberga los partidos más importantes del US Open. El gran ganador fue Kyle Giersdorf, un joven nacido en el 2002 en Pensilvania, Estados Unidos, a quien todos conocen en el universo Fortnite como Bugha. Se llevó un premio de 3 millones de dólares.
“Si yo viviera en Estados Unidos, tal vez sí cambiarían mis expectativas con el juego. Allá el ping es muy bajito, y eso aumenta muchísimo el nivel”, dice Nicolás. “Hay más posibilidades de llegar a ser profesional jugando en esas condiciones”. Él tiene claro que para convertirse en jugador profesional de videojuegos se necesita dedicación, y cuenta que algunos de los gamers más reconocidos han confesado practicar entre ocho y catorce horas diarias. Cuando se propuso llegar al top nacional le dedicaba el mayor tiempo posible, pero nunca dejó que la prioridad dejara de ser su estudio: ahora va en tercer semestre de Ingeniería de Sistemas y espera convertirse en el creador y desarrollador de su propio juego virtual.
Las expectativas cambian con las generaciones más jóvenes. Sebastián Arráez, que todavía está en el colegio, mantiene viva la ilusión: en uno de los torneos que organiza Fortnite cada semana, en los que participan millones de jugadores alrededor del mundo, quedó en el top 75, por lo que recibió un premio de 200 dólares. Hace cinco meses, además, lo fichó un equipo competitivo de Ecuador que le paga una suma mensual de 20 dólares y le proporciona un nutricionista que lo atiende a través de internet para que lo asesore en su alimentación y rutina de entrenamiento del videojuego. Por contrato debe jugar al menos tres horas diarias, pero ahora que está en vacaciones le dedica ocho a su práctica, que reparte estratégicamente en cuatro franjas y modos de juego para mejorar su nivel de competencia.
En el universo de Fortnite la puerta para ganar dinero no está abierta solo por los torneos. El mayor provecho económico viene de las transmisiones a través de YouTube y de Twitch: según un artículo de The Wall Street Journal, en mayo del 2019, los streamers más famosos recibían 50.000 dólares por cada hora de transmisión, dinero que pagaban las mismas compañías desarrolladoras de videojuegos para impulsar sus marcas. Ninja, el streamer de Fortnite más reconocido, reveló en una entrevista con Forbes en el 2018 que ganaba 3,50 dólares por cada suscripción de Twitch; con 180.000 suscriptores su salario podría alcanzar los 630.000 dólares mensuales. En Colombia, los números son mucho menores, pero los más de 4.000 millones de visualizaciones de contenidos relacionados con videojuegos que registra cada año YouTube en el país demuestran que también hay potencial.
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Foto: Julián Ríos Monroy
“No juegues tantas horas, dicen que eso es adictivo”, me advirtió una amiga cuando le conté que escribiría sobre el juego. Después de horas de charlas con gamers y de días indagando sobre Fortnite, la conclusión es que las opiniones respecto a si el videojuego genera dependencia están totalmente divididas.
Jugadores como Nicolás Jaramillo y Lenin Sánchez aseguran que la experiencia de Fortnite resulta más enganchadora que la de otros videojuegos, aclaran que la prioridad de su tiempo está en sus obligaciones y que no tienen problema para controlar sus deseos de jugar. Por otro lado, Juan Andrés Ramírez y Sebastián Arráez, que sueñan con ser gamers profesionales, coinciden en que el juego sí puede generar adicción. “Pero no necesariamente porque haya algo en la interfaz de Fortnite que lo haga adictivo, sino por las posibilidades de competir: uno entrena y entrena con el objetivo de ganar algún torneo”, apunta Sebastián.
Lejos de sus jugadores y sus fanáticos, hay posiciones que condenan el juego. En octubre del 2019, la Agence France-Presse documentó una demanda presentada en Quebec en nombre de dos niños, en la que se compara a Fortnite con la cocaína. Jean-Philippe Caron, el abogado que lidera el recurso legal, dijo que los creadores del juego convocaron a psicólogos para que “ayudaran a hacerlo más adictivo”. Ese rumor corre por distintos países y en la plataforma de firmas online Change.org hay peticiones para prohibir el juego por causar una “obsesión enfermiza”. También hay opositores que advierten sobre los peligros de que haya ambientes virtuales abiertos, como los que ofrece Fortnite, disponibles para niños: en mayo del año pasado, por ejemplo, la familia de un niño colombiano de 9 años denunció que un hombre había acosado al menor de edad a través del chat de la plataforma. Además, el nombre del juego fue relacionado en marzo con la masacre de Christchurch, en Nueva Zelanda, en la que un extremista asesinó a 51 personas en una mezquita y un centro cultural islámico mientras hacía una transmisión en Facebook Live; en un manifiesto que el atacante publicó había una frase que decía: “Spyro the Dragon 3 [otro videojuego] me enseñó del etnonacionalismo y Fortnite me entrenó para ser un asesino y bailar sobre los cuerpos de mis enemigos”.
Y aunque la Organización Mundial de la Salud incluyó la adicción a los videojuegos en el listado de nuevos desórdenes mentales, hay quienes han saltado en defensa de esa industria pidiendo no estigmatizarla: aventurarse a culpar a Fortnite de la masacre de Christchurch sería tan extremo como asegurar que todos aquellos que lo jueguen se van a convertir en millonarios.
Observo a Juan Andrés Ramírez y a Sebastián Arráez, los dos fanáticos de Fortnite que quieren ser profesionales, mientras inician una nueva partida. Están sentados uno al lado del otro, pero cada quien juega por su lado. La luz de neón azul de Cluster Gaming House se proyecta sobre el pelo decolorado de Sebastián mientras él oprime con rapidez los botones y joysticks del control de PlayStation que está conectado al computador. Los dedos de Juan Andrés se despliegan con la misma velocidad en el teclado y el mouse. La máquina voladora que succiona los cuerpos de quienes pierden se lleva varias veces al avatar de Juan Andrés, pero Sebastián se mantiene en la misma partida desde que arrancaron.
En el monitor de Sebastián el número de contrincantes, que empezó en 100, disminuye hasta cinco. El jugador clava sus ojos cada vez más en la pantalla. Ve a un enemigo, dispara, construye para resguardarse, salta, vuelve a abrir fuego y finalmente lo mata. Sebastián está rígido, concentrado. El contador sigue bajando hasta dos. Sebastián toma algunas pócimas para obtener escudos, acerca la mira de una de sus tres armas. Le quedan 118 proyectiles en una, 595 en otra y 184 en la última. Camina agachándose cada tanto. Aparece el último de sus 99 oponentes. Empieza a disparar, pero unos segundos después su avatar queda fuera de combate y aparece un aviso en la parte superior del monitor: “Has quedado N.° 2”.
Sebastián se desparrama por un par de segundos en la silla y se lleva la mano derecha a la cara. Ya está. Inmediatamente se reincorpora sin lamentos y vuelve a empezar otra partida. Aún le quedan 7 horas de juego.
Foto: Julián Ríos Monroy
JULIÁN RÍOS MONROY
REVISTA DONJUAN
EDICIÓN 155 - ENERO 2020
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