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Historias

El día en que los japoneses dejaron de hacer el amor

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Revista Don Juan
La palabra anciano es polémica en Japón. El año pasado, la Sociedad Gerontológica propuso a las autoridades que el concepto anciano se aplicara a los mayores de 75 años, dejando a los que tienen entre 60 y 75 en la categoría de “pre-ancianos” y a los que superaron los 90 en la de “super-ancianos”. El umbral legal de la jubilación parece estar anticuado en el país más envejecido del mundo. Es prácticamente insostenible un sistema en el que el 27 % de la población supera los 65 años (se espera que en el 2065 será el 38 %). Al mismo tiempo la natalidad bajó de manera alarmante y Japón ya es el país que menos procrea de todo el planeta.
Cuarenta inviernos
de surcos en la frente
y ¿ningún hijo? [1]
El imperio de los sin sexo es un controvertido documental de la Televisión Española, realizado en el 2014, que otorga a Japón el récord mundial de la abstinencia sexual. No sex please, we’re japanese es un documental de la BBC del 2013 en el que se sostiene que todo un país ha perdido la libido sexual y que ciertos hombres están convencidos de que un personaje de manga que protagoniza un juego de Nintendo es su novia. En ambos reportajes se asegura que más de un tercio de la población nipona renunció definitivamente al sexo “real”. La terapeuta sexual Mayumi Futamatsu, autora del bestseller La habitación de al lado, aporta en su libro testimonios y datos que apoyan su aseveración. Si en generaciones anteriores eran las mujeres quienes aducían dolores de cabeza para no tener sexo con sus maridos, ahora son ellos quienes con la excusa del cansancio producto del exceso de trabajo renuncian al sexo conyugal.
El año pasado, una encuesta del Instituto de Planificación Familiar elevó la falta de sexo al 47 % de la población. El estudio considera falta de sexo hacerlo menos de una vez al mes. Curiosamente los divorcios no aumentan, pero la natalidad desciende cada año.
Tales cifras, dignas de un mundo asexual contrastan con la cantidad de prostitución y pornografía presente en la misma sociedad japonesa. En la planta baja de un sex shop de siete plantas en Akhibara me cuentan que la industria del sexo mueve la friolera de 20.000 millones de euros, el 1 % del PIB del país. Subo las escaleras hasta el primer piso, repleto de estantes con todo tipo de falsas vaginas, penes y orificios que intentan ser lo más realistas posibles. Son las cinco de la tarde y el trasiego de clientes es notable: hay turistas, pero también muchos locales de todas las edades, la mayoría hombres que van solos, pero también veo parejas y grupos de amigas.
Ni la iluminación ni la atmósfera del lugar es sórdida, más bien me siento en una tienda de ropa o zapatos. El personal es joven y simpático. El segundo piso está dedicado a gadgets sexuales. Compro unos succionadores de pezón de goma sin saber a quién se los regalaré. También me quedo con una pequeña muñeca atada en cuerdas. El tercer piso está dedicado a la ropa interior. Quizás no me fijo bien, pero no encuentro la sección de bragas usadas. A partir del cuarto piso empieza el festival de ropa. No puedo creer la cantidad y variedad de uniformes de colegiala, enfermera o camarera que se acumulan en estas plantas. Un poco mareado, desando el camino y bajo por las escaleras hasta el sótano, donde escucho gritos y gemidos en estéreo. Es la zona de los DVD y ahí sí que me doy cuenta de la variedad de perversidades que atrae a los japoneses.
Una de las curiosidades del sexo de pago en Japón es que la mayoría de las veces termina sin penetración. Durante los últimos años se pusieron de moda los masajes en las orejas o las cafeterías de gatos donde acuden solteros con carencias afectivas a buscar ese cariño que les falta. Por no hablar de las personas, hombres o mujeres, que pagan a otros hombres o mujeres simplemente por hablar, por sentirse escuchados de una manera cariñosa en un local nocturno. ¿Es una sociedad enferma o se trata de un novedoso ejercicio de terapia?
Para Aquiles Hadjs, artista venezolano instalado en Tokio desde hace más de diez años, todas estas estadísticas tienen una base dudosa. Los japoneses suelen plegarse mucho cuando son interrogados, incluso en su propia lengua, me explica. Pueden pasarse cinco minutos haciendo gestos de consenso y luego no estar de acuerdo, y no explicarlo mucho. Su experiencia es que la gente en Japón folla como en cualquier otro lado. Simplemente se trata de un cambio en la economía libidinal y las modalidades de consumo. La individualidad y lo social están desfasados y fragmentados en Japón.
Converso con Aquiles mientras caminamos por la zona roja de Uguisudani, una serie de calles estrechas repletas de hoteles, locales con cabinas para masturbarse o para contratar una chica por catálogo que, minutos más tarde, llegará en un automóvil conducido por su chulo al hotel donde la espera el cliente. También pasamos por delante de una puerta que prohíbe expresamente la entrada a los extranjeros. Aquiles me explica que es un lugar donde las chicas se visten de colegialas y bailan delante de hombres que no las pueden tocar. Unos días más tarde me doy una vuelta solo por Kabukicho, publicitada como la zona roja más grande del mundo. En las calles conozco, mejor dicho me interceptan, un nigeriano, un senegalés y un liberiano, quienes me ofrecen distintas opciones para distraerme. Su trabajo consiste justamente en eso, convencer a hombres como yo para que les acompañen a algunos de los cientos o miles de locales de la zona. Es innegable que la prostitución es algo deprimente, pero la de Japón me pone especialmente mal. Después de un rápido regateo, resulta que por menos de 30 dólares puedo beber durante una hora todo lo que quiera mientras toco a dos o tres chicas que merodean por ahí. ¿Cómo tocar? Sí, magrear, manosear, meter mano…
Me ciega amarte
y me odias tú, tirana,
¿por qué soy ciego?
Lo cierto es que si no se hace el amor con la pareja es bastante difícil quedar embarazada. El año 2017 fue el de menor natalidad en toda la historia de Japón, al menos desde 1989, cuando se empezaron a contabilizar los nacimientos. Alguien pensará que en una isla tan poblada les irá bien una reducción drástica de gente. Pero es que también los matrimonios llegaron a su cifra más baja. El 2017 fue también el año con menos bodas desde la Segunda Guerra Mundial: una amiga alemana que vive en Tokio desde hace más de tres años me contó que se cansó de salir con hombres japoneses porque, antes de terminar el primer mes, ya le proponían matrimonio. Aunque de aspecto los veía modernos, artistas, músicos, a la hora de relacionarse con una mujer los sentía muy conservadores, como necesitados de resolver el tema del matrimonio por una agobiante presión social. Muchas mujeres japonesas ya no soportan a estos hombres infantilizados que añoran el cariño de la madre. Muchas mujeres japonesas no quieren dejar exitosas carreras profesionales para convertirse en amas de casa aburridas.
Y hablando de fertilidad, mientras preparo esta nota leo en mi muro de Facebook lo que escribe la artista y cantante colombiana de origen japonés Nobara Hayakawa con motivo del Día Mundial de la Mujer: “Mi bisabuela materna Noe tuvo siete hijos: dos con su profesor de inglés, el nihilista dadaísta Jun Tsuji, y cinco con el seductor anarquista Sakae Osugi. Fue líder del movimiento anarquista feminista, escritora, traductora y editora de la revista feminista Seito. Por sus posturas políticas y duros artículos en los que criticaba el sistema, fue asesinada junto con Osugi y el sobrino de seis años de este por la policía imperial, justo después del gran terremoto de 1923, como parte del exterminio de los rebeldes que amenazaban con desestabilizar aún más el país. Tenía 28 años. Pienso en ella y en todas las mujeres que han entregado sus vidas para mejorar las condiciones de las nuestras y de nuestras hijas, y no puedo eludir mi deber de honrar esta continuada lucha, desde mi condición y en mi época, con lo que hay”. ¿Hace falta repetir lo obvio? Sí, hace falta. Tener o no tener hijos es una prerrogativa de las mujeres: “Nosotras parimos, nosotras decidimos”, escuché en una manifestación hace años.
¿por qué ir al trote?
Delante está el pesar,
detrás, la dicha.
El tema de la pareja está tan complicado que hay personas que alquilan extranjeros para que las acompañen a las bodas de sus amigos. Parece que, en ciertos círculos sociales, da cierto caché llegar de la mano de un foráneo a la ceremonia. Pero a mí nadie me acompaña cuando entro a The Lion, mi lugar favorito de Tokio.
The Lion es un lugar de otra época. No solo porque abrió en 1928, o porque su mobiliario, luces o ventanas no parecen haber cambiado mucho en estos noventa años. Es ese remanso de paz que te envuelve al desconectar del bullicio de Shibuya y te sumerge en un estado medio zen. La segunda tarde que entro hago el mismo ritual que la primera: me quito el abrigo, dejo el paraguas apoyado, enciendo la computadora… Pero esta vez, justo en el momento en que tecleo la primera palabra, el camarero, que luce un bien afeitado bigote, cambia el disco y, antes de dejar que suene, lo presenta hablándole a un micrófono. Lo hace de espaldas a la sala, como lo hacían los curas cuando decían la misa en latín. Su disertación es breve, apenas diez o quince segundos. Acto seguido desconecta el volumen del micrófono y sube el de la gramola. El vinilo gira y escucho ese crec-crec característico de los viejos discos. ¡Suena la Suite número 6 para chello, de Pau Casals! Siento un ligero escalofrío que se convierte –a medida que pasan los minutos, bebo mi café y me sumerjo en la atmósfera del lugar– en una sensación cada vez más agradable. La belleza es algo parecido a esto. La sensación de estar en otra época, en otro mundo, en otra dimensión. Sentado en primera fila, imagino que estoy solo, o mejor aún, con la mujer que me gusta, escuchando a este músico que toca para nosotros, agarrados de la mano.
Salgo del Lion y camino hacia el Yoyogi Park. Es la semana del Sakura, del florecimiento de los cerezos, un acontecimiento nacional. Grupos de amigos, familias al completo, compañeros de trabajo, todos se instalan en los parques para comer un pícnic y, sobre todo, para tomar fotos de las fotos y tomarse fotos a ellos entre los árboles. Pero justo al lado de todo este ambiente festivo, en una esquina del parque, descubro en un paseo una serie de carpas azules. Me acerco más y compruebo que son vagabundos, gente mayor que se quedó sin casa ni trabajo y que se instaló en esta esquina discreta. La gestión de la tercera edad es uno de los grandes retos del Japón moderno. En una sociedad con tasas de crimen bajísimas, se ha producido un incremento notable de delitos entre las personas de más de sesenta años, algo inimaginable en otros países. Las cárceles se han tenido que adaptar y han adoptado medidas más propias de un geriátrico, como colocar una barra en los pasillos para que los internos se apoyen al caminar.
Hay quien presume
de bienes, maña, fuerza.
Yo, de tu amor.
Quien pareciera no envejecer es Yoko Ono, probablemente la mujer japonesa más famosa del siglo XX. Su historia de amor con John Lennon fue conocida en todos los rincones del planeta. Acusada de ser la responsable de la ruptura de The Beatles, su fuerte personalidad fue usada en su contra por los iracundos fans de la banda de Liverpool. La culpa de todo la tiene Yoko Ono se convirtió en España, gracias a una canción de Def con Dos, en una frase hecha que se usa para terminar más de una conversación en la que hace falta una cabeza de turco. Nacida en Tokio en 1933, hija de una estirpe de samuráis vinculada con la familia imperial, Yoko Ono fue y sigue siendo figura destacada del arte conceptual.
Pienso en Yoko en el Flor de Café, en el barrio de Ginza, una pequeña cafetería de apenas cuatro mesas donde ella se refugiaba en sus visitas a Tokio con John a mediados de los setenta. Estoy sentado en la que era su mesa. Delante de mí está Yuriko, periodista que hoy ejerce de guía, que me cuenta en un notable castellano, aprendido en Barcelona, lo que dice un papel escrito a mano por Yoko que ahora, enmarcado, luce orgulloso en la pared: “John y Yoko estamos en una cafetería, después te avisamos cuándo nos recoges, quizás estés un poco aburrido en el coche, pero espéranos, por favor”. Suena de fondo un tema de Lennon, claro, brindamos con sake, y hablamos de las parejas.
Yuriko no tiene tiempo de tener novio. Su vida son su trabajo, sus lecturas y su aprendizaje del español, que mejora día a día. Yuriko me explica que para los samuráis la época del Sakura era más importante, les recordaba la conexión con el presente, el aquí y ahora. Le pregunto por Yukio Mishima, que escribió La ética del samurái en el Japón moderno, y conversamos sobre nuestro admirado escritor, que defendía un regreso a los valores tradicionales en el deprimido Japón de la posguerra. Mishima asumió que el camino del samurái es la muerte, el abandono de uno mismo como medio de conseguir la virtud. Yuriko me indica en el mapa el lugar donde pronunció el famoso discurso previo a su suicidio, la sede del Ministerio de Defensa, que practicó bajo el rito del sepukku.
Japón también ocupa el podio en la clasificación de los suicidios. En este caso el tercer lugar tras Corea y Hungría. A poco menos de dos horas de Tokio, frente al monte Fuji, se encuentra el bosque de Aokighara, considerado el mejor lugar del mundo para suicidarse. La muerte está muy presente en Japón. Los cementerios están pegados a los edificios, algunos de ellos los atraviesan calles. La sensación de paz solo la rompe el graznido de los cuervos.
A tu dulzura
no hay droga que la cure.
Hay que enfermarse.
Otra de las razones que, dicen, explica la baja natalidad es la poca comunicación que, aparentemente, existe entre las parejas japonesas, sobre todo una vez instalados en la comodidad del pack matrimonio, hijos y perro. Pero quizás mi mirada occidental me engaña, quizás debería entender que hay otros caminos, que el ikebana no es solamente un arte decorativo, es también una manera de comunicarse entre una mujer y un hombre. Así, en un país donde no siempre resulta fácil expresar los propios sentimientos, una mujer se comunica con su marido doblando las ramas de un ciruelo en la sala de estar. Esas ramas se inclinan de manera delicada, como el amor que ella le profesa. Su marido está cerca, pero no la mira, sino que contempla las susodichas ramas del árbol y es como si el alma de su mujer se desnudara, pues en ese gesto el marido lee los pensamientos y sentimientos de su esposa. Si el ikebana perdura hoy en día es porque sigue siendo eficaz para suavizar las asperezas de la comunicación en el hogar.
Todo esto lo aprendo en uno de los capítulos de Gestualidad japonesa, un libro escrito por el académico Michitaro Tada, que se sumerge en la cultura popular de su país para explorar los gestos de sus coetáneos con el fin de revelar las actitudes que les dieron origen y que aún subyacen en ellos. El autor no solo “traduce” este lenguaje corporal enigmático, sobre todo a ojos de un extranjero, sino que indaga en las razones por las cuales siguen vigentes. Tada asegura que los japoneses evalúan la calidad de una persona a través de su capacidad de autocontrol. Sin embargo, eso no significa que debamos eliminar los gestos espontáneos. El autor dedica un capítulo a desarrollar su defensa de los tics, ya que cree que hay que dejar que el espíritu empape nuestros hábitos. “Quien esté todo el tiempo sin utilizar las manos no puede evitar caer en la sensación de soledad”. Los seres humanos todavía no estamos acostumbrados a cruzarnos de brazos y solo prestar atención a la mirada y las palabras del otro.
Sobre los lenguajes del cuerpo sabe mucho Toshio Mizogata, director del archivo nacional de danza. Toshio me invita a visitar la casa donde vivió y trabajó Kazuo Onho, uno de los impulsores de la danza butoh y una leyenda de las artes escénicas: Kazuo murió a los 103 años y su hijo Hiroshito sigue bailando e impartiendo talleres aunque ya cumplió los ochenta años. Su esposa e hija me sirven un delicioso té e Hiroshito me cuenta de su viaje a Barcelona en 1982. De regreso al tren, Toshio me explica que si los japoneses dejaron de tener hijos es por razones económicas. No está claro que la economía vaya a funcionar: los japoneses planifican todo al detalle y en estos años muchos no ven claro cómo pueden sostener una familia.
Ahora, si los japoneses son tan longevos quizás sea debido a genialidades como el inemuri, que es el arte de estar presente mientras se duerme, un arte que desarrolla el talento de descansar sin desentonar, la virtud de estar presente y disponible sin perder la compostura, manteniendo siempre un lenguaje no verbal apropiado al contexto social en el que se practica. Si dormirse en público suele ser un pretexto para que te gasten bromas tus amigos, en Japón en cambio es un síntoma de inteligencia. De alguna manera el inemuri es como una versión avanzada del sueño, porque esa persona que “duerme” en el metro se “despertará” automáticamente en la estación que le corresponde, esa otra que “duerme” en su oficina “despertará” en el momento justo en el que se requieran sus servicios, que desarrollará con una lucidez sin mácula. El inemuri no es dormir una siesta, el inemuri es una reacción ante una cultura del trabajo que implica muchas horas en activo, mucha energía y concentración. Por ese motivo, los japoneses valoran el esfuerzo de estar ahí aun cuando pese el cansancio, sin importar que se consiga poco con ese esfuerzo. Se creen a pies juntillas el lema olímpico: lo importante es participar.
Soñarme rey
y despertarme yermo.
Así era el trato
Todos los vecinos de Kawasaki participan en el Kanamara Matsuri. Se trata de un ritual de fertilidad que se celebra una vez al año, el primer domingo de abril. Para la mayoría de los extranjeros que nos hemos acercado a este tranquilo barrio del sur de Tokio un domingo de Pascua, el festival del pene erecto puede parecer otra muestra del carácter pervertido local, pero como siempre en Japón, conviene no fiarse de las primeras impresiones. El festival es de carácter religioso y si en Sevilla sacan a las vírgenes bajo palio, aquí los fieles cargan penes de distintos tamaños, formas y colores por las calles de su barrio, acompañados de cánticos, risas y empujones.
Son tres los falos sin cuerpo que desfilan, cada uno cargado a los hombros de un numeroso grupo de fieles. El primero es negro, de metal, y lo llevan hombres y mujeres vestidos en ropas tradicionales que lo mueven de lado a lado, como si fuera un barco. El segundo es rosado y lo llevan hombres y mujeres travestidos, con las caras pintadas, que se detienen cada pocos metros y lo levantan a saltos gritando y riendo. El tercero, más discreto, es un modelo antiguo, de madera, y adornado con unos lazos blancos. Abre el paso un joven que agita una enorme bandera, como si fuera un abanderado de los juegos olímpicos y cierra el grupo un par de damas en kimono que, a cambio de una pequeña propina, te dan la bendición, que los afortunados recibimos sonrientes y con una reverencia.
Los organizadores del evento son unos sacerdotes del culto Kanayama, una subrama del sintoísmo que durante siglos recibió a fieles de todo el país que se acercaban a este templo a rezar por la fertilidad y por la felicidad conyugal. Durante la época Edo, entre los siglos XVII y XIX, era también un lugar de peregrinación para las trabajadoras del sexo, que rezaban para evitar infecciones de índole sexual. La tradición se interrumpió durante el siglo XX hasta que a mediados de los años setenta fue recuperada por el sacerdote jefe Hirohiko Nakamura y, desde entonces, fue ganando popularidad. Ya hay todo un merchandising asociado y las calles se llenan de personas de todas las edades que comen dulces con forma de pene felices. La fertilidad, pues, parece garantizada. El asunto ahora es las ganas de ponerla a prueba.
Árbol en flor:
qué árbol es, no lo sé,
pero ¡cuánta fragancia!
Con un lenguaje sencillo, el poeta Basho, maestro del haiku, admite su ignorancia científica sobre los nombres de los árboles. El haiku es, justamente, todo lo contrario a un acto de erudición. El olfato y la vista no precisan de nombres ni datos. Lo compruebo una mañana soleada de marzo me acerco al Museo de Ba- sho, situado a la vera del río Sumida, medio escondido en la zona este de Tokio. Ningún cartel anuncia su presencia. Bajo unas escaleras y escucho el ruido del agua, que cae lentamente sobre un estanque donde una señora mayor recoge las hojas caídas de unos árboles que no reconozco, pero que inundan mis pulmones con su fragancia. Entre el follaje, un breve sendero escarpado me lleva frente a un modesto altar que tiene la forma de una casa tradicional japonesa. Ahí, sentado, en posición de loto, Basho me contempla inmortalizado en piedra. A mí y a un señor mayor que toma notas en un cuaderno. Lo saludo y le muestro el libro que llevo en la mano, Por sendas de montaña, una recopilación de haikus de Basho, de la editorial Satori. El señor sonríe y me señala una piedra donde unos caracteres parecen ser un haiku. El señor se presenta como poeta. Se llama Tanaka Eishis y también escribe haikus. Nos quedamos en silencio un rato hasta que coge mi libro y lo ojea, buscando algo. Como no encuentra lo que busca saca de su bolsillo un aparato, un convertidor de idioma. Escribe en japonés y debajo sale automáticamente en inglés. Después de varios errores, aparece la palabra agua, la palabra rana, y ya lo tenemos:
Un viejo estanque.
Se zambulle una rana:
Ruido del agua.
Los haikus me dan envidia. Alguna vez soñé que paseaba por la vida con un cuaderno en la mano donde anotaba breves impresiones que, al ser breves, garantizaban su perfección y, al ser simples, mostraban profundidad. Pero no es tan fácil. Como no lo es tampoco registrar toda esta serie de pequeños gestos o detalles con los que uno se asombra constantemente en Japón. En la calle, en una cafetería, en el supermercado, en el metro: una vestimenta peculiar, una sonrisa inesperada, un cambio de dirección al andar o ese movimiento de manos tan preciso que ejecutan los ancianos que trabajan como voluntarios dirigiendo el tráfico, sobre todo cuando hay obras en la vía.
Después de un mes en Tokio continúo tan confundido como cuando llegué. Sigo viendo a muchas personas con una máscara que les cubre la boca. Pregunto y unos me dicen que se la ponen en esta época por el polen, otros me cuentan que es para evitar resfriarse y una amiga sostiene que para las muchachas constituye una manera de salir a la calle sin maquillaje. No entender nada está bien en Japón. Es cuestión de limpiarse los lentes y mirar de otra manera, con otro ritmo: el de los haikus. Imposible saber con seguridad si los japoneses practican más o menos sexo que los canadienses, solo por decir un país. Y creo que deberíamos prohibirnos usar el verbo practicar: ¡El sexo no es un deporte! La máscara facial funciona como una metáfora: lo importante no está a la vista, no sucede delante de nuestros ojos, sino detrás de innumerables capas que para un extranjero no es fácil atravesar.
Reviso toda una serie de películas eróticas de culto, producidas en los años sesenta y setenta del siglo pasado. Entre ellas El imperio de los sentidos, por supuesto; pero también Flor y serpiente, que explora el bondage y el sadomasoquismo, o La mujer de la arena, una obra maestra del cine nipón. También la literatura japonesa cuenta con una notable tradición erótica: los cuentos de amor de Junichiro Tanizaki son una excelente manera de adentrarse en un universo que incluye fetichismos varios, con personajes fascinados con los pies de una mujer y otros que se excitan caminando por la ciudad vestidos con un kimono. Sin embargo, mi recomendación personal es empezar con El libro de la almohada, de Sei Shônagon, una joya exquisita con la que atisbamos toda la sutileza e inteligencia erótica de una cultura milenaria:
“Un buen amante se conducirá con elegancia tanto en la oscuridad como en cualquier otro momento. Se deslizará de la cama con una mirada de consternación. Cuando la mujer le suplique: ‘Vete, amigo, está aclarando. Nadie debe verte aquí’, él lanzará un hondo suspiro revelador de que la noche no ha sido suficientemente larga y que abandonar a su dama lo hace sufrir. Ya de pie, no se vestirá de inmediato, sino que acercándose a su amada le susurrará todo lo que ha quedado sin decir durante la noche. Incluso ya vestido, se demorará ajustándose el cinturón con gestos lánguidos. Luego levantará la celosía y permanecerá con su dama de pie junto a la puerta, diciendo cuánto lamenta la llegada del día que los apartará, y huirá. Verlo partir en ese momento será para ella uno de sus más deliciosos recuerdos. La elegancia de la despedida influye enormemente en el apego que tengamos por un caballero. Si salta de la cama, ronda por la habitación, se ajusta demasiado las cintas de su pantalón, se arremanga y se llena el pecho con sus pertenencias, asegurando enérgicamente su cinturón, comenzamos a odiarlo”.
[1] Nota: Los seis primeros haikus son de Andrés Eherenhaus, escritos a partir de los sonetos de Shakespeare; los dos últimos, de Basho.
MARC CAELLAS
REVISTA DONJUAN
EDICIÓN 134 - MAYO 2018
Revista Don Juan
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