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Historias

Apichatpong Weerasethakul, el cineasta incomprendido

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En el mejor de los casos el público sale desconcertado al ver las películas de este “desquiciado” cineasta tailandés de nombre impronunciable porque con él todo es inesperado o inimaginable. La mayoría al ver su cine si no se duermen se sienten un poco idiotas, pero así como su nombre, es la complejidad de sus propuestas que además generan pánico y tedio entre los más conformes. En sus películas Bangkok y Cali parecen tener ecosistemas similares. Le hablamos de él por ser uno de los consentidos del Festival de Cannes que llega a Colombia con motivo del tributo que se le rendirá en la edición 57 del Festival Internacional de Cine de Cartagena –Ficci–.
Mis amigos más cinéfilos hablaban de él como la última panacea del cine, eso ya me generaba desconfianza. Pero cuando vi Tropical Malady, un regalo en DVD de Luis Ospina, para mi cumpleaños 30, entendí que me estaba perdiendo de uno de los grandes, aunque no terminaba de entender la demencia de su propuesta.
Me pasó algo similar a lo que sintió la actriz Tilda Swinton (de Doctor Strange o El gran hotel Budapest) cuando fue jurado en Cannes y le tocó ver una de sus películas. Ella se paró de su silla desconcertada, pensando que algún inepto en la sala de proyección había mezclado los rollos –en esa época en que había rollos– hasta que llegó a la cabina y se dio cuenta de que no había ningún error y que esa película era así: rara.
Nació en Bangkok, pero creció al noreste de Tailandia, en Khon Kaen, capital de la provincia que lleva el mismo nombre y se consolidó en el mundo del cine en 2010 al ganar la Palma de Oro en el Festival de Cannes con su sexto largometraje, El tío Boonmee quien recuerda sus vidas pasadas (Uncle Boonmee Who Can Recall His Past Lives), la historia de una princesa preocupada por su edad, por el peso de los años que termina siendo seducida por un bagre.
Apichatpong estudió arquitectura en Tailandia e hizo un máster en cine en la SAIC , School of the Art Institute de Chicago en Estados Unidos. En Tailandia filmó su última película, Cemetery of Splendour (2015), en una necesidad de inmortalizar los lugares que siempre fueron importantes en su memoria y que aún no se encontraban registrados en su filmografía. Esa película muestra a un grupo de soldados que sufre una extraña enfermedad del sueño. Todo el tiempo duermen y duermen, y algunas voluntarias los cuidan mientras ellas dan paseos por los jardines para terminar manoseándose. Contarles más sería entrar en el terreno del spoiler, aunque cualquier cosa que les diga será poco frente a la experiencia de enfrentarse a ese cine que de un momento a otro rompe con todo para revelarnos mitos, cuerpos que sudan, calor melgareño y sexo.
En su presentación para el público en 2015 en la proyección de Cemetery en el Festival de Gijón, España, dijo: “Mi manera de hacer cine está basada en cosas que no puedo expresar en palabras. Les pido que se dejen llevar, que floten en la película. Descarten la lógica del tiempo. Y duérmanse si quieren, me parece bien”. Es decir, si no entendieron, me vale huevo, no ustedes, sino que no se conecten. Joe no hace cine para que lo aplaudan, sino para continuar con sus búsquedas más personales, como dice “para que no se me olvide, tengo muy mala memoria”.
Hay dos razones que alejan a Apichatpong del cine actualmente; primero una la sensación de engaño, de distancia de la realidad que vive el cine actual y segundo, las pocas posibilidades de verlo en su país, donde cada vez hay menos salas para disfrutarlo en pantalla grande y donde las pocas que hay solo programan el producto mainstream de Hollywood. Pero eso no hace que sea absolutamente indiferente al cine comercial, le gusta la ciencia ficción.
Por la crítica especializada es considerado la encarnación perfecta del artista posmoderno. Su sello personal es la trasgresión de los parámetros establecidos en el cine convencional. Sus constantes referencias a Andy Warhol dejan ver que lo muy experimental en algún momento de su vida le llamó la atención. Pero quien despierta su total interés es el revolucionario franco suizo Jean-Luc Godard, un viejito cascarrabias que dirigió Sin aliento, pero sobre todo por sentar las bases de la Nueva Ola Francesa.
Aunque Apichatpong actualmente se aleja de la cultura pop y dice estar más sumergido en internet, que en entender hacia dónde se mueven las expresiones populares de su país. El cómic, la televisión –en especial el melodrama–, la fotografía, la música, el radioteatro y por supuesto el cine definen a los protagonistas de sus películas.
Memorables momentos en sus películas como el disco de The Clash, las colecciones de fotografías antiguas o recientes, pero tomadas con cámaras caseras, la pantalla de cine donde vemos películas tailandesas clase B, todos esos personajes que cantan así no canten, que hacen ejercicio en la calle siguiendo coreografías absurdas pero liberadoras, o el monje que quiere ser DJ y recibe de regalo el disco de su odontólogo, quien sueña con ser estrella musical, se unen a la idea de hacer que el espectador llene los espacios vacíos: dibujos, textos sobreimpresos en la pantalla, voces en off, pinturas y espacios negros, vacíos, llenos de significado por cómo conectan las escenas; lo que hace que sea imposible que dos personas vean una misma película de Apichatpong.
Todos y cada uno de esos elementos se combinan con el mito y la magia, no crean que solo van a ver poética zoofilia. En sus películas la religión y el tortuoso peso del karma; las tradiciones gastronómicas que determinan la salud; los mercados campesinos; los intereses políticos y el sistema de jerarquías sociales; hasta las fábulas tradicionales de su país también son protagonistas.
Pese a que muchos directores son injustamente tildados de creadores, Weerasetakul realmente es de los pocos que merecen ese peligroso señalamiento. Basta ver Tropical Malady (2004), una de varias venias que le ha hecho el Festival de Cannes –donde recibió el Premio del Jurado–, para tener claro que este director no se anda con rodeos al momento de proponer alternativas. Esta son dos o quizá más películas en una, en donde un delicado romance homosexual se transforma en una leyenda en medio de la jungla asfixiante, para mostrarnos cómo un soldado se convierte en tigre, se sube a un árbol y atormenta psicológicamente a su compañero.
Para el director César Acevedo, ganador de la Cámara de Oro en Cannes por La tierra y la sombra, “su universo cinematográfico es una invitación al despertar de la conciencia y de la imaginación (…) que hacen indivisible la frontera entre la realidad, el sueño y la fantasía. Para mí sus películas son como una especie de rompecabezas, y no me refiero estrictamente a la forma, sino más bien a su intento de unir todas las dimensiones que hacen parte de nuestra existencia”.
Su cine se ve en festivales, en círculos cerrados, no llega a la cartelera comercial y ningún distribuidor –al menos colombiano– pondría en peligro su dinero como para llevarlo a las salas y enfrentarlo a la horda de comedores de crispeta que buscan entretenimiento con altas dosis de adrenalina de efecto inmediato.
Desde su primera película en el año 2000, Mysterious Object at Noon, sus personajes son una mezcla de calma con espiritualidad. La atmósfera de las secuencias que componen su narración nos lleva como espectadores a una particular sensación de extrañamiento, entre la incomodidad y la incomprensión. Por supuesto, visto desde Occidente y cegados por la barrera cultural que nos separa, cuesta descifrar con claridad todo lo que quiere decir.
Ese nivel de enrarecimiento se acentúa todavía más cuando nos damos cuenta que persiste la presencia de la enfermedad como tema constante, de una película a otra, a veces como condición que deben sobrellevar los protagonistas, por ejemplo en Blissfully Yours (2002) donde a través de la piel se revela la incomodidad y el dolor de un inmigrante que trata de encontrar su lugar en la sociedad tailandesa; otras como telón de fondo, donde incluso el título ratifica su importancia, Syndromes and a Century (2006), la primera película tailandesa en participar en el Festival de Cine de Venecia; pasando por Tropical Malady, que es en sí misma una enfermedad, y ni qué decir de los padecimientos del tío Boonmee, que cansado de las transfusiones de sangre y un hígado jodido, decide hacerle caso a su esposa Muertes quien viene a decirle que vaya a una cueva y se deje desangrar; hasta Cemetery of Splendour (2015) donde no puede ser más evidente su trascendencia, ya no sólo como contexto, sino como base del argumento.
El cine de Apichatpong Weerasethakul exige que el espectador trabaje, ponga en marcha un proceso de pensamiento que le dé sentido al todo que está viendo, arme el cuadro, sume los fragmentos y les asigne nuevas posiciones para hacer inteligibles, separe la realidad de la fantasía y las vuelva a juntar.
Y eso sucede porque a Joe no le interesa ser complaciente. Afirma que se pregunta siempre por el público cuando escribe el guion, cuando está filmando, pero no porque le importe lo que el público sienta, piense o diga, sino porque lo respeta. “En el fondo creo que el asunto principal del cine es la belleza que está en adquirir conciencia sobre la fragilidad de la vida”, dijo en entrevista con el director colombiano Jerónimo Atehortúa.
Existe ya una influencia de Apichatpong en el cine latinoamericano, como afirma el director de El vuelco del cangrejo y Los hongos, Óscar Ruiz Navia, “Todas sus películas crearon en mí un fuerte impacto por su forma de contar, de plasmar con sencillez y profundidad las distintas atmósferas, el cariño y la delicadeza que la cámara tiene con los personajes. Los personajes en el cine de Apichatpong son seres de una profunda belleza, porque podemos encontrar lados oscuros y brillantes en ellos y por tanto acercarnos”. El guionista y director de La sociedad del semáforo, Rubén Mendoza, refiriéndose a que lo que este cine del sudeste asiático trae como descubrimiento para los cinéfilos colombianos dijo: “La sensación con sus películas, con sus planos, con su manera de filmar remite a la posibilidad, no de un cine sin tiempo, sino de imaginarse cómo hubiera sido el cine en alguno de los siglos en que no existía el cine: el registro del mito, el ritmo místico”.
Decidido a no volver a filmar en su país, con ganas de hacer su octavo largometraje en América Latina y en la búsqueda de conocer el Amazonas, estará por estos días en el Ficci (del 1 al 6 de marzo), donde se podrá ver casi la totalidad de su obra nunca vista en Colombia, incluidos largos, cortos e instalaciones artísticas.
Si quiere saber más del autor, sígalo en Twitter como @DonMrBlack
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