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Historias

La segunda muerte de los Wayuus

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Foto:

Los wayuus mueren dos veces. El segundo entierro se celebra diez años después sobre un camino hecho de conchas de chipichipi. Los familiares abren las tumbas, cumplen la cuota de llanto y despiden a sus muertos con tiros al aire. Una adolescente de cada familia es la encargada de limpiar los huesos, pero antes y después deben pasar por varios ritos, entre otras cosas, deben recibir fuertes descargas de chirrinchi en la cara, en el pecho y en la espalda para que el espíritu no las posea. Y luego no pueden salir de su casa durante los siguientes treinta días.
Este constituye el retrato de una cultura que con el segundo velorio no es solo morir de nuevo: es entrar por fin al reino de los muertos.
Fue al ver rodar un cráneo por el piso del cementerio cuando las manos de Neicarlys Bermúdez empezaron a temblar.
Cuando a las cuatro de la mañana sus tíos la invitaban a beber su primer trago de ron del día, era para que el alcohol represara el nervio: “Para que te dé valor”, le decían. La joven, de tez morena y tan lisa como puede tenerse a sus trece años, iba en una camioneta hacia el cementerio de Los Filúos, en La Guajira, al occidente venezolano en la frontera con Colombia. La vestimenta la hace ver a punto de practicar una intervención quirúrgica: bata roja y gorro de enfermera, tapa boca y dos guantes en cada mano que la protegen de infecciones. Iba camino a la tumba de su abuelo para limpiar sus restos y el de otros wayús más.
En el trayecto quizás recordó lo que semanas antes le dijeron sus familiares. Se siente preparada. No será la primera vez que verá un esqueleto humano, aunque sí su primera vez de madrugada, de cerca, y siendo ella quien limpie el cadáver.
Es el segundo velorio wayuu. La oportunidad de darle a un fallecido un lugar de descanso menos popular y temporal y cambiarlo por uno más íntimo y definitivo. Los hombres abren las tumbas y las adolescentes lidian con lo que sale de ellas. Podría ser un hombre quien los limpie, pero son demasiado inquietos. Podría ser cualquiera, pero mejor que sea cercano: un muerto no se deja limpiar por desconocidos. Lo que sucede antes y después del ritual no lo aguanta alguien que no considere esto un honor: no se puede comer carne un mes antes de la exhumación. No se puede tener contacto físico con otros después de limpiar los restos. No se puede salir de casa los treinta días posteriores.De noche, un cementerio se siente como una pesadez en el cuerpo. Es como si las lápidas crecieran con la oscuridad y el aire se volviera denso. No parece lugar para jóvenes, pero allí están: las tres son menores de quince años, las tres tienen los guantes puestos, las tres muestran estar listas para tocar y dejar limpia a la muerte.
Neicarlys está enfrente del cadáver de su abuelo, sentada en un banquito improvisado, rodeada de sus familiares. Este no es un segundo velorio discreto: se exhuman los restos de 14 cadáveres. Ella va por el primero.
Son las cinco de la mañana. El amanecer es de vapor etílico, gente amontonada en las esquinas de las tumbas y féretros apilados en una esquina del cementerio.
Entre el poco espacio y los vahos de alcohol, la respiración se hace pesada. No se huele más que ron, sudor y alientos ajenos: cualquiera podría salir mareado aun sin beber un trago. En el aire los hombres intercambiaban botellas de plástico llenas de chirrinchi (una bebida fermentada de caña), de esas que hacen arder las heridas de las encías. Le hablan a Neicarlys: “No te asustes, ese es tu abuelito”. “Dale tranquilita, limpia lento, con calma. Eso, así”. “Pídele un novio”. “Háblale, dile que eres su nieta. Dile ‘hola, abuelito’”. “Déjenla quieta que ella sabe”. “No sabe, está muy nerviosa”. “Cálmate, mi amor, no pasa nada”.
Neicarlys calma su respiración de a poco y se dedica a limpiar el cadáver cubierto por un pañuelo rojo, una camisa guayabera, un sombrero de los que siempre llevaba y pantalón beige. Lo hace de forma meticulosa y guarda hueso por hueso en un cofre de mármol. Es el mismo procedimiento que repiten otras recogedoras en otras tumbas.
José del Carmen, su abuelo, siguió en el plano terrenal desde que sufrió un infarto diez años antes, o al menos eso se cree en la cultura wayuu. No terminan de irse a Jepirra, su lugar sagrado, sino hasta que los cambian de sitio. Hasta que los sacan de sus tumbas. Pueden aparecerse en sueños y pedir que los exhumen antes de tiempo y, si es así, la petición no puede ignorarse.
No se puede molestar a los muertos. En realidad, Jepirra queda en el cabo de La Vela, en La Guajira colombiana: el verdadero valle de los espíritus. De allí surge el nombre del cielo wayuu, el lugar donde finaliza el cruce hacia lo desconocido.
Pero todo empieza en la exhumación, la segunda muerte. Pocos metros más allá de Neicarlys unos hombres tratan con torpeza de sacar a otro de los cadáveres: Ana Petronila. Su féretro está tan oxidado que casi se revienta en la parte baja y lanza su cráneo y cuerpo al pasto del cementerio. Los hombres piden espacio en wayuunaiki y se burlan de los que no entendían: los arijunas –extranjeros–.
Ana Petronila parece también oxidada. Al abrir el ataúd se ve un óvalo marrón que pareciera querer gritar, con tres huecos donde alguna vez estuvieron sus gestos. Diez años bajo tierra la dejaron sin rastros de pelo, de carne y de quien fue con vida. Es otro esqueleto más. A ella, la más importante de la noche, la limpia la cuarta recogedora: la única que no es adolescente. La experiencia se le nota en la calma y la rapidez con la que toma una cara hecha huesos que parecen desintegrarse.
Aunque un esqueleto no tiene ninguna marca que delate sus creencias, los vivos creen que Ana Petronila está, de hecho, muriendo.
Los wayuus mueren dos veces.
La imagen cambia cuando el sol empieza a despuntar, y la pesadez se disuelve de a poco, y la escena parece un poco más normal. La luz limpia lo tétrico, incluso de unos huesos humanos amontonados en una caja. Las recogedoras, otrora temblorosas, marcan ahora un ritmo ininterrumpido en su jornada de limpieza. Ya no hay gritos ni euforia: la muerte se vuelve más amigable cuando es de día. Y será uno largo, si se duerme alguna recogedora el espíritu puede antojarse de sus carnes y poseerla.
Luego de varias horas de limpiar, reorganizar y guardar los huesos en cajas, otras mujeres deben bañar a las aseadoras de la muerte. Las manos escurridizas de las mayores se pasean por nalgas y genitales: insisten en que “se pueden arrugar” si no lo hacen y que la piel tiene que estar suave para cuando algún hombre decida tocarla. Las jóvenes gritan apenadas tratando de proteger su cuerpo y su pudor. Luego les escupen chirrinchi en la cara, en el pecho y en la espalda para que el espíritu no las posea.
Tocar un muerto es invitarlo.
Camino a Jepirra, descanso final. La Guajira es polvo y calor. Cerca de 300.000 indígenas wayuus habitan en su desierto compartido entre Venezuela y Colombia, casi la totalidad de la etnia. Para los wayuus no existe esa frontera, dicen. Los invitados van llegando de ambos países. Colombia, en pleno proceso de paz luego de años de conflicto armado, y Venezuela, en plena crisis política y económica luego de años de bonanza petrolera, convergen detrás de una ciénaga para guindar sus hamacas en honor a 14 de sus muertos.
Los caminos hacia “los restos” están llenos de pequeñas muestras de la decadencia del país anfitrión. En los bordes de la carretera de Los Filúos se paran jóvenes con pimpinas de gasolina, tarantines con harina de maíz y alcabalas de militares cada tantos metros.
Hay que sortear decenas de alcabalas —punto de revisión de autoridades— para llegar hasta acá. Al menos 150 carros debieron hacerlo. Pero no en el que se trasladaba Yasnila Delgado. “Déjala, va a los restos”, le dijo un militar a otro al reconocerla. Son las 12 del día anterior al evento cuando una guajira de 34 años, con un vientre que empieza a abultarse, atraviesa el paisaje desértico hacia Los Filúos. Es la hija del palabrero que costeó toda la celebración y es importante su presencia. Tiene una melena negra de donde pareciera salir un guáramo criollo —una especie de aura de superioridad venezolana—, de esos de “a mí nadie me jode”. No se detuvo en ninguna de las paradas a pesar de las órdenes, pero ninguno dijo nada cuando ella desobedeció. Pudo ser el muerto o la potencia de su melena la que libró a Yasnila de dar explicaciones sobre su rebeldía.
En la vía cuenta cómo dio la noticia a su esposo de su embarazo y cómo él tuvo que dársela al resto de la familia. Por eso Yasnila no pudo asistir a la exhumación y debió mantenerse lejos de las tumbas abiertas: los wayuus se cuidan del frío de muerto. El mismo frío que se apoderó del cuerpo de su hermana cuando salió helada y sudando del funeral de un amigo. Tuvo que intervenir un piache (curandero) para salvarla.
Yasnila también fue una adolescente a la que le ofrecieron ron antes de limpiar a sus abuelos. “Pero a mí no me hizo falta, el valor lo llevo dentro”, dice. Cuando su espalda recta y sus labios rojos hablan, uno le cree. Al cruzar las rejas y entrar en la celebración, el contrabando y la escasez dan paso a una opulencia de carne, autos y vestimentas largas. La sombra de desnutrición, pobreza y corrupción que marca el ideal colectivo de La Guajira se convierte en un eco. El segundo velorio es la celebración más importante de los wayuus.
Y se nota.
Se oye de lejos un sollozo colectivo. Son las mujeres llorando a sus muertos. Dispuestas alrededor de los cofres, sacan un pañuelo, se tapan la cara y dejan salir el dolor por contados minutos. Cada una lleva una bata larga, de colores brillantes, y joyas. Lloran como si esta fuera la primera despedida, como si les arrancaran un pedazo de ellas. Luego, sin más, paran y guardan el pañuelo. Se van y entra la siguiente tanda, hasta que todas han cumplido su cuota de llanto.
Avanzan sobre un camino hecho de conchas de chipichipi. La familia de Heriberto Delgado trajo cargas enteras desde la playa para que el polvo no se levantara y molestara a sus invitados. Los detalles delatan los casi tres años y muchos millones de bolívares de preparación. También hay pequeñas poncheras con jabón en las esquinas para lavarse las manos y bebederos que se llenan de forma constante.
Pero es en la comida donde se ve el estatus. Hay unas veinte mujeres en la cocina construida para la ocasión, todas con tareas divididas: unas pican carne, otras la cocinan, otras sirven, otras limpian. Es un ir y venir de platos llenos y chicha densa. La carne sale de un matadero improvisado justo al lado de la cocina. De una barra de metal guindan los chivos sin piel, con ojos brillosos, inertes y ensangrentados, los mismos que paran más tarde en la mesa y en el paladar de los invitados. Para los recién iniciados, el sabor del chivo es tan repugnante como su olor, y se escurre por la nariz y la garganta. Para los acostumbrados, el que no lo disfruta es más arijuna que cualquiera. Fueron cerca de treinta chivos los que se comieron en la celebración.
También se mató al menos una decena de reses. El segundo velorio es un homenaje a la muerte en todo su esplendor. Cadáveres humanos y de animales comparten espacio por tres días seguidos en una congregación de batas elegantes, camionetas Explorer, Cherokees y 4Runner, joyería, ganado para todos y hombres que modulan con la cadencia que da el quinto trago de chirrinchi.
Los niños son los primeros que corren a ver cómo matan a una vaca. Se quedan embelesados cuando las golpean y quedan atontadas. Entonces les clavan un cuchillo en la barriga y el ganado sangra por varios minutos. Todos la miran. Los niños la miran. Ella no puede más que quedarse quieta, muerta, mientras le quitan la piel, y va quedando ya no como un animal, sino como comida, y entonces el círculo pierde el interés, vuelve a su mesa y come otro poco.
Heriberto Delgado, quien pagó todo, se siente orgulloso de que queden con la panza llena de ganado. Delgado va con camisa de botones morada y una gorra del mismo color, y las manos con anillos de oro terminan en unas uñas largas, como de cuatrista.
Además, Delgado es un palabrero, un pütchipü. Cuando llega con una tarea especial, algo no está bien: se crisparon los ánimos entre dos clanes, y esto en la cultura wayuu puede terminar muy mal. Si en vez de ser esta una celebración de un segundo velorio y fuese, digamos, un entierro de un wayuu asesinado, la historia sería otra. No habría reses, ni una larga lista de invitados ni preparativos. Ningún hombre estaría presente, porque el muerto puede tomar a alguno de los vivos y buscar venganza. Y no sería una larga ceremonia de tres días, sino que un grupo de mujeres debe enterrarlo lo antes posible. Allí intervendría Delgado, quien es el poder de la palabra escondido tras una expresión neutra de tez morena y bigote gris. Él es la autoridad moral que debe evitar que la muerte y la venganza persigan a su comunidad. Los wayuus son una etnia apasionada.
Neicarlys y el resto de las recogedoras comparten unos rasgos más o menos desdibujados de mujer wayuu: piel tostada, cabello negro y liso y vestiduras largas y elegantes que las protegen del calor de La Guajira. También comparten todo lo que saben de la muerte. Con trece años y doble guante la han escuchado, la han visto y la han tocado. Van de hamaca en hamaca vestidas de blanco, con guantes y una varita de madera que hace las veces de uña. No pueden rascarse. No pueden dormirse. No pueden salir de casa por un mes. Pero por ahora corren con otros niños por todo el terreno, sin dejar polvo al pasar gracias a los chipichipis.
Cada una lleva, también, a alguien más que la sigue. Pero nadie lo ve. “Yo me siento más cerca de mi abuelo, sé que me va a cuidar”, dice Neicarlys, como si en vez de haber limpiado a un fallecido se hubiera apropiado de él en el proceso. La conversación la escucha una adulta que enumera las nuevas responsabilidades y cuidados:
—Si tocan a un bebé, se muere. Se chupa todo, se enferma, se vuelve un esqueleto, se seca –dice.
—¿Y eso alguna vez ha pasado? ¿Usted lo ha visto? —Bueno, no de gente que yo conozca. Pero sí ha pasado, uno nunca sabe –sentencia.
Es mediodía en Los Filúos y la brisa no existe. El tiempo parece paralizarse y es el momento de despedir a los cofres que apenas habían tenido unos minutos de atención de los asistentes.
Las mujeres preparan sus pañuelos y los hombres sus pistolas. El silencio de hasta entonces se rompe y los tiempos paralizados del mediodía se aceleran. Las personas corren y se aglomeran para la despedida final: diez años de ausencia no son mucho cuando los espíritus se quedan cerca de uno.
La procesión de apenas unos metros termina demasiado rápido. Los cadáveres de la familia quedan en el mausoleo, ahora sí aislados para siempre. Todos juntos, sin muertos ajenos alrededor, sin que nadie más los saque de su tumba. El mausoleo que se construyó para la ocasión es un cubículo de concreto con divisiones para cada muerto. No todos se llenarán esta tarde: alguna generación futura exhumará a los que hoy están vivos.
Dentro del mausoleo todas las mujeres son una. Los gritos son uno. El dolor es uno. No hay hombres, solo batas que se abrazan y duelen. Los llantos se alargan.
La bulla de una celebración, hasta entonces silenciosa, hace de la entrada a Jepirra una experiencia demasiado terrenal: es llanto, ritos, música, sudor y disparos al aire. Los hombres armados carecen de paciencia y echan tiros al aire antes de que las mujeres terminen de llorar. Algunos les piden que paren, pero las balas se quedan largo rato.
Es el tiempo de los vivos.
La pose para disparar parece aprendida en películas del lejano oeste: piernas abiertas, el arma entre ambas manos apuntando hacia el frente, los brazos más o menos rectos, mirada fija en el objetivo, nada de manos temblorosas. No todos logran lo último, los adolescentes parecen tener los nervios en la punta de los dedos y lo disimulan con exceso de seriedad en la mirada. Achinan los ojos cuando saben que viene el ruido y parpadean cuando sale la bala, un gesto apenas perceptible. Luego exhalan, sonrientes, cuando disparan. Es la descarga de placer que produce saber que todo lo que puede salir mal, no salió.
El polígono de tiro da hacia una ciénaga y los hombres y niños hacen una fila larguísima que la encara. La competencia es simple.
—¡El que le dé a la botella se lleva este fajo de billetes!
Son bolívares. Unos cien billetes que equivalen a dos dólares.
Del otro lado de la fila quedan los invitados aun comiendo ganado. Ya la puerta del mausoleo está cerrada. No se escuchan los llantos, solo el eco de los disparos al aire. El tiroteo intermitente dura varios minutos. Parecen demasiados. Cada tanto alguno de los hombres quita a los niños del medio. Se supone que ya los cadáveres quedaron enterrados para siempre y esto no es más que un alarde de hombría, aunque parezca más un coqueteo con la muerte.
Pero las balas también se agotan. El silencio, como el vacío, regresa a La Guajira. El segundo velorio no es solo morir de nuevo: es descansar al fin.
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