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Historias

FOTOGRAFÍA Y EROTISMO EN LA SED DEL OJO

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Foto:

Revista Don Juan
 El organista del cuadro de Tiziano Venus con el amor y la música, posee un privilegio: mirar. Mario Vargas Llosa escribió en Elogio de la madrastra sobre este personaje y dice que el suyo es un privilegio que lo honra y lo exalta. Una condición que “lo hace sentirse monarca o dios”. Ahora bien, ¿qué mira en el cuadro de Tiziano el joven intérprete? Mira el montecillo de Venus y busca tras “las torneadas columnas de la señora” el húmedo rocío de su intimidad. Este mirar, atrevido y lleno de significaciones, es una constante en la pintura de los desnudos femeninos más representativos que van del Renacimiento al Romanticismo más tardío, es decir, desde mismo Tiziano hasta Courbet. Y ese privilegio, señalado por Vargas Llosa en su novela, que por lo demás se apoya ostensiblemente en la imagen pictórica, lo retiene para sí, como su gran divisa, la fotografía erótica del siglo XIX.
Tal recuperación, que hoy nos parece lógica cuando se aborda la historia del imago erótico en Occidente, fue rechazada por los artistas del establecimiento romántico e incluso por aquellos que se consideraron, pasada la segunda mitad del siglo, miserables y exquisitos. Los motivos del desdén con que se asumió la intromisión de la fotografía en los dominios de la privacidad burguesa son paradójicos. Está, por un lado, la actitud de Baudelaire frente a la pintura, reflejada con claridad en esta frase: “Mis ojos llenos de imágenes pintadas o grabadas nunca han podido saciarse, y creo que los mundos podían acabarse antes de que yo me vuelva iconoclasta”. Pero el poeta define, en Mi corazón al desnudo, una de esas verdades que parecieran romper el límite de su amor hacia la imagen pictórica y tocar los terrenos de la recién llegada fotografía: “Glorificar el culto de las imágenes, mi grande, mi única, mi primitiva pasión”.
Fotografía de Bruno Braquehais. Colección Bibliothèque Nationale, París.
Sin embargo, no hay que hacerse ilusiones frente a la relación de Baudelaire con la fotografía. En realidad, el autor de Las flores del mal tuvo motivos suficientes para sospechar de los daguerrotipos obscenos que circulaban clandestinamente en su infame y bella capital y jamás verlos como expresión artística.
En su ensayo El público moderno y la fotografía, Baudelaire estima que la fotografía, en tanto que refleja lo verdadero, es decir, la realidad, debe ser una actividad servidora de las ciencias y el arte.
La fotografía debe ayudar a que la memoria del viajero tenga un mejor recuerdo de los países visitados; debe ayudar, por la precisión que otorgan sus imágenes, al naturalista y al astrónomo; debe rescatar del olvido las ruinas, los libros, las estampas, los manuscritos. Pero si pretende, como fue en efecto y sigue siendo su pretensión, invadir el ámbito de lo impalpable y lo imaginario, comete un error que no se puede perdonar. Porque la fotografía, al estar vinculada con la realidad y lo verdadero, desconoce lo bello, que es el genuino sentido del arte. Baudelaire ve la fotografía como una actividad superficial, distante de la ensoñación de que es capaz el verdadero arte que, no es arriesgado suponerlo, lo representan la pintura, la poesía y la música. Creer, entonces, que la fotografía, en tanto que da un resultado idéntico de la realidad, es el arte absoluto, según Baudelaire, es caer en el inmundo remolino de una sociedad narcisa que se desespera por contemplar su trivial imagen reflejada en el metal.
Con todo, fue Théophile Gautier, el amigo de Baudelaire, quien escribió esta frase que acoge con cierto júbilo de sibarita cristiano la presencia de la fotografía que reproduce la desnudez femenina: “Este pecado es nuestro pecado… Jamás un ojo fue más ávido que el nuestro”. La pregunta, y las posibles respuestas generadas, de si una mujer desnuda reflejada en una lámina fotográfica es tan artísticamente bella como esa misma desnudez pintada, es donde se enmarca la escritura de mi primera novela La sed del ojo (2004). Una novela rara en el panorama de la literatura contemporánea colombiana, tan preocupada por la violencia, tema que pareciera modelar la identidad literaria de este país. La sed del ojo se separa de ciertos regionalismos y ciertas temáticas muy colombianas, y recrea una serie de realidades históricas que supuestamente incumbirían más a la Francia del Segundo Imperio, o a la Europa de ogaño, que a la Colombia narcoparamilitar que hoy nos desborda. No obstante, el debate que suscita esta circunstancia siempre me ha parecido pueril. En realidad, el asunto que alimenta esta novela corta, de 44 capítulos, no es exclusivo de la mirada francesa, ni de la europea. Tiene que ver, más bien, con la historia ecuménica del erotismo visual, o del voyerismo, para emplear una palabra más cercana.
¿Quién mira, entonces, en La sed del ojo? Miran los hombres y no las mujeres. Ellas fueron el oscuro objeto del deseo de esa modernidad que persiguió “lo transitorio, lo fugaz, lo contingente”, para utilizar la definición que Baudelaire propone en El pintor de la vida moderna. Y hay que matizar la palabra “oscuro” porque se trata del deseo clandestino de ese burgués que era un “animal de corral, tan bien domesticado que no se atrevía a saltar ninguna valla”. Este tipo de voyerismo masculino no obedece a los caprichos machistas de un autor latinoamericano, sino a razones claramente históricas. Quienes miran en los primeros daguerrotipos eróticos, que empiezan a desplazarse a través de una red ilegal de compraventa por los burdeles, las salas de concierto y los museos de París, son los hombres. Y no es temerario afirmar que fueron los fotógrafos, esos pintores frustrados, esos artistas de segunda mano, quienes particularmente se atrevieron a saltar aquella valla impuesta por un conservadurismo conformado, para citar la expresión de Texier, por “señores graves como notarios y sombríos como sepultureros”. En efecto, no hay una mirada más irreverente, en los años grises y repetidos, cansados y enfermos, del Segundo Imperio que la sugerida por estas diminutas imágenes que para verlas había que inclinarse ante el estereoscopio con temblor emocionado, como si se inclinara ante un tragaluz que apuntara al infinito.
Fotografía de Auguste Belloc. Colección Bibliothèque Nationale, París.
Antes de que Courbet dibujara El origen del mundo en 1866, pintura que en realidad muy pocos vieron, circulaban de mano en mano y de ojo en ojo las fotografías de Auguste Belloc y, en especial, los 24 daguerrotipos pornográficos que sobrevivieron milagrosamente al decomiso que, en octubre de 1860, hizo la Policía en su estudio de la Rue de Lancry. La sed del ojo narra la historia de este allanamiento en medio de una atmósfera impregnada de reflexiones estéticas en torno a la desnudez. Reflexiones que se apoyan, siguiendo los patrones de la época, en las correspondencias que el muy conocido poema de Baudelaire sitúa en el olor, el color y el sonido. En tal sentido, en esta novela hay una serie de circunstancias que remiten a la novela policiaca. Solo que en sus páginas el crimen no tiene que ver con la muerte y la sangre, sino con el hecho indecente de fotografiar senos, vientres, nalgas y, sobre todo, vulvas.
La manera como se fotografiaron aquellos cuerpos sigue siendo maravillosa. Esos senos fructuosos, esas axilas y esos pubis sembrados de vello, esas nalgas rotundas, esas piernas recogidas y esos pies que se levantan con insinuante coquetería. Y las prendas variadas que tapan y destapan los secretos más íntimos. Sin olvidar toda la parafernalia de flores, tapetes, cortinas, velos, espejos, que cumplen una función decorativa y simbólica.
En La sed del ojo desfilan, igualmente, las propuestas de los fotógrafos. Está el caso, por ejemplo, de Jacques-Antoine Moulin, que trabajó con niñas y adolescentes y fue castigado por su crimen. O el caso de Alexis Gouin, que les hacía poner a sus modelos, casi todas prostitutas del París de entonces, crucifijos en sus cuellos, en sus manos y en sus tobillos. Como recordándonos que en el cristianismo el papel de la puta es más celebratorio que condenatorio. O el caso de Auguste Belloc, que dio un paso adelante y dedicó parte de sus mejores fotografías a las vaginas. Adelantándose, en unos años, a lo que Courbet haría en la pintura con su famoso y perseguido cuadro.
Son tres los narradores de La sed del ojo: Madeleine, el policía; Chaussende, el médico; y Belloc, el fotógrafo. De este modo, estas focalizaciones internas ponen en movimiento los ejes sobre los cuales hunde sus pilares ideológicos la novela: el arte, la ciencia y la justicia. Y los tres se enraízan constantemente con el erotismo. Igualmente, se entremezclan las tres disciplinas desde las cuales hablan los personajes: la disciplina médica u oncológica, la disciplina policiaca y la disciplina fotográfica. Madeleine, el policía, actúa como un paradójico regulador de la moral burguesa, y decide acabar con el negocio del contrabando fotográfico detrás del cual está la peligrosa figura de Auguste Belloc. Peligrosa porque detrás de la honorabilidad de un fotógrafo que retrata personajes de la alta sociedad parisina, se esconde alguien que comercia con la crápula.
“mlles Pauline Pauly (dite L’àrc) et son amie Paquerette (Caroline) – Juin 1850”, fotografía de Félix Jacques-Antoine Moulin. Colección Höhere Graphische Bundes-Lehr- und Versuchsanstalt, Viena.
Madeleine es una suerte de policía cultivado. Sabe de pintura y sigue de cerca, con espíritu amateur, los avances de la fotografía. Persigue los daguerrotipos que ilegalmente invaden los lugares de la distracción burguesa. Pero, al mismo tiempo, paga para satisfacer su insaciable voyerismo los servicios de una prostituta. Madeleine representa la ambigüedad de todo burgués. Aborrece esas fotografías que muestran groseramente el pubis de las mujeres. Odia todo aquello que esté en contra de la sugestión que la pintura utiliza para captar en los lienzos la belleza femenina. Pero no tiene problema en pagarle a Juliette Pirraux para que realice todas las fantasías que le pide. Fantasías que no albergan la posesión sexual, sino la mera acción del mirar. Aquí sin duda está presente el problema fundamental de la particular ética sexual del burgués. Por el lado público pregona su decencia. Y por el lado de la intimidad cultiva sus perversiones. Y es que el problema de la moral es el factor que hace de lo obsceno una experiencia inquietante. Es la moral sin duda la que erige en su trono la presencia de ese objeto, o esa circunstancia, que llamamos obsceno. De ahí que no resulta exagerado decir que lo obsceno, al menos en la época en que transcurre La sed del ojo, no solo es retratar y reflejar en las placas de vidrio o de papel unos labios vaginales, sino el que esta actividad esté atravesada por el dinero y sea un asunto que culminará muy pronto convertido en industria.
La voz de Auguste Belloc da espacio al asunto fotográfico en La sed del ojo. De ella dependen los criterios que defienden la búsqueda científica y estética de la fotografía erótica. Con Belloc se establece un discurso que reflexiona, desde la propia experiencia del fotógrafo, sobre la fotografía misma. Es por él que sabemos cómo la fotografía va separándose del ámbito científico y empieza a bordear el que atañe a la ensoñación sexual. Del mismo modo, Belloc es quien permite dar una idea valorativa del trabajo fotográfico de sus colegas más importantes, como Jacques-Antoine Moulin, Alexis Gouin y Bruno Braquehais, figuras claves a la hora de querer dibujar un mapa de los mejores fotógrafos del París del siglo XIX. Aunque se considera un proxeneta, Belloc no niega que lo suyo está afincado en la búsqueda de la más alta belleza. En algún pasaje, cuando se refiere a los daguerrotipos de Alexis Gouin, dice: “Como los pintores, nos aproximamos a los elementos de la tierra para reflejar el secreto. Un vidrio, un papel, el carbón, el agua, sustancias químicas similares nos abrazan y nos vuelven acaso un solo hombre. Ese hombre que, infatigable, persigue la belleza”.
Baudelaire se erigió, en 1859, en un defensor paradigmático del arte puro y, apoyado en conceptos que hoy parecen anticuados, denigró de los daguerrotipos eróticos. Con todo, la fotografía ha evolucionado tanto, y la sensibilidad hacia ella se ha complejizado de tal manera, que nos permite creer que lo bello y la ensoñación también son sus dominios. Y, además, que lo feo y lo obsceno se enlazan inquietantemente con lo bello. Chaussende, el médico de La sed del ojo terminará pensando esto cuando, al final de la novela, se enfrenta a 24 fotografías obscenas de Belloc que el policía Madeleine, incapaz de quemarlas, decide mostrarle. Chaussende es lo que entonces se llamaba un tocólogo. Su oficio es observar los sexos enfermos de las mujeres en el hospital de La Salpétrière. Pero su mayor afición es ir al museo del Louvre, donde ve los desnudos que han pintado los maestros europeos.
Autoría dudosa. Colección Nazarieff, Ginebras.
Pero Chaussende también ve, en sus habitaciones privadas, las fotos que Madeleine, su amigo, persigue tan obcecadamente. Se podría concluir, entonces, que Madeleine está a favor de lo que piensa Baudelaire sobre la fotografía con respecto a la pintura. Y, de alguna manera, apoyado en lo que dice el poeta, ejecuta sin vacilación el decomiso de las fotografías de Belloc. Decomiso que hizo desaparecer miles de fotografías que hoy serían un patrimonio artístico inigualable. El médico, en cambio, en contravía de lo que piensa Baudelaire, termina considerando, como el mismo Belloc, que esas 24 fotos, lo único que, en efecto, sobrevivió del decomiso, forman parte de una necesaria educación de la sensibilidad y la mentalidad humanas. De esta manera, La sed del ojo, con sus tres narradores, logra una sugestiva mezcla de sexo, ciencia y estética; de gabinete médico, crítica artística e intimidad impúdica.
En la novela se insinúa, por otra parte, un fenómeno de síntesis espacial. En verdad, la palabra que sostiene la poética erótica de sus páginas es de estirpe modernista y simbolista: la insinuación. Esta síntesis se presenta a través de un mecanismo secuencial. La sed del ojo transcurre realmente en una serie de burdeles, museos y hospitales de París. Pero estos espacios decimonónicos se reducen a una serie de aposentos en donde se desarrollan los placeres del ver y no tanto los de la cópula. Así, Madeleine le pregunta a la señorita Pirraux, como si estuviera preguntándole a un espejismo, si es posible pagar por mirar cómo ella se va desprendiendo de su abrigo, de su chaqueta, de su corsé y de su sostén, hasta lograr la completa desnudez. Y ante la extrañeza de la prostituta, el policía le responde: “Eres bella. Y la belleza, a veces, es mejor no tocarla”. No es arriesgado suponer que toda esta parafernalia del vestir y del desvestir, que sucede en las estrechas habitaciones zarandeadas por la luz y la oscuridad, se pueda trasladar al reducido ámbito de un daguerrotipo. Y es plausible plantear que La sed del ojo, en tanto que espacio y tiempo y acciones eróticos confabulados, pareciera detenerse en lo que muestran algunas fotografías que se circularon clandestinamente en el París a mediados del siglo XIX. Y que el lector, gracias a la puesta en escena de esta novela, vuelve a imaginar, en una atmósfera que oscila entre la dicha y la melancolía, la desnudez abismal del sexo femenino.
Sainte-Beuve al hablar de la obra de Baudelaire se refiere a un “kiosco raro, muy decorado, muy atormentado, pero coqueto y misterioso, donde se lee a Poe, donde se recitan versos exquisitos, donde nos embriagamos con hachís para después reflexionar sobre ello, donde se toma opio y mil drogas abominables en tazas de porcelana muy fina”. A este kiosco, construido en el extremo de una tierra extrema, con toda su marquetería compleja y su originalidad ajustada, el crítico francés lo denominó “la folie Baudelaire”. Hoy sabemos, como lo explica Roberto Calasso, que el kiosco de Baudelaire, y sus alrededores habitados después por artistas nómadas de todo tipo, es lo que se conocería como la literatura. Pues bien, en rigor en este kiosco, la fotografía erótica jamás fue recibida con buenos ojos. Pero La sed del ojo, que ha sido escrita sin desconocer la fatal exquisitez y la sensibilidad decadente del autor del Spleen de Paris, reclama, con cierto tono menor y sin mayor bullicio, para alguno de los rincones de ese kiosco de la segunda mitad del siglo XIX, las pequeñas imágenes eróticas de Belloc y sus colegas fotógrafos del Segundo Imperio.
Fotografía de louise jules duboscq-soleil. Colección Nazarieff, Ginebra.
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