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Historias

La nueva expedición botánica

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Foto:

Revista Don Juan
Sus compañeros dicen que Sebastián Pérez tiene la costumbre de escuchar conversaciones ajenas. Creo que no puede evitarlo. Su oído está entrenado para reconocer el canto de las aves entre el ruido del viento y la cháchara. También tiene buena vista: aunque sus binoculares siempre le cuelgan del cuello, puede distinguir con el ojo desnudo y sin problema un manchón con alas que vuela a varios kilómetros por hora o que salta en segundos de la copa de un árbol hacia otra. Parpadeas y te lo pierdes, pero no él.
–¡Ensifera ensifera! –gritó un día. Señaló con su mano un punto en la distancia y aunque nadie alcanzaba a ver nada, él ya lo estaba describiendo: un colibrí de pico más extenso que su cuerpo (su nombre científico significa, literalmente, “cargador de espada”) y plumas verdes de tono opaco, pero brillantes–. ¡Qué hermoso! –dijo con voz suave.
Al igual que muchos biólogos que trabajan con el Humboldt, Sebastián ama su labor como ornitólogo. No parece molestarle pasar todo un día poniendo redes a un costado de las trochas, o levantarse a las cuatro de la mañana para ir al sitio y tener todo listo para hacer el muestreo antes de que salga el sol. Ese primer día de la salida, con su pañoleta que le cubría la cabeza rapada, tomaba colibríes y pequeños pájaros en sus manos para medir sus alas y sus picos, luego anotaba el color de su plumaje, su sexo y cualquier herida visible. Los atrapaba con redes extendidas a lo largo del sendero, que enredaban sus alas y sus plumas. Son redes tan finas que cualquier hoja que cae en ellas se vuelve un dolor de cabeza para sacar. 
algunos los dejaba ir, a otros los metía en bolsas de tela. El mayor miedo de Sebastián es que los pájaros que recolectaba murieran por el frío, la corriente helada que nos golpeaba ahí al borde del páramo. En un momento tomó un par de bolsas y me dijo:
–Ponlos dentro de tu chaqueta.
Cuando sentía a los pájaros patalear contra mi pecho, cruzaba los brazos para darles más calor, y apenas me daba cuenta de que no los había sentido desde hacía rato, los molestaba un poco para asegurarme de que no habían muerto bajo mi cuidado. Es la responsabilidad de cuidar algo tan pequeño y delicado.
Pasado el mediodía descendimos por la trocha que va al páramo, con las redes al hombro y los pájaros capturados en las bolsas que le colgaban del cuello. Sebastián y su compañera registraron diecinueve, pero no se los llevaron a todos. Mientras esperábamos la camioneta sentados bajo un árbol, junto a un cultivo de papa que estallaba en flores púrpura, llegó el canto de un ave desde la copa de un árbol cercano. Como respondiendo, salió un silbido de una de las bolsas de tela que estaban a su lado.
–No me gusta oírlos cantar cuando sé que van a morir –dijo.
Esa es la única parte de su trabajo que no disfruta.
****
Cuando se estaba gestando el proyecto Colombia Bio, en 2015, la idea se hallaba enfocada principalmente a la bioprospección, es decir, la aplicabilidad económica de los recursos biológicos de Colombia. “Pero no es posible hacer bioprospección en un país que no conoce su biodiversidad. Por eso, para empezar, nosotros teníamos que saber qué teníamos y cómo podíamos protegerlo”, me explicaba Javier Barriga, biólogo y organizador logístico de las expediciones Bio realizadas por el Humboldt dentro del proyecto. “Luego veremos si se le saca provecho o no”.
Por eso, durante los últimos tres años el proyecto mutó para darle mayor énfasis a fortalecer las colecciones biológicas y los conocimientos sobre biodiversidad de un país que nunca ha sido realmente explorado hasta sus rincones más remotos. La manera de hacerlo fue a través de expediciones que organizaron en conjunto las instituciones del Sistema Nacional Ambiental (SINA) –como el Humboldt, el IIAP y el Instituto Sinchi, entre otras– y varias universidades de todo el país. Las veinte expediciones que se han realizado hasta ahora son dignas de la pantalla grande. Se han hecho al parque nacional natural Chiribiquete, a donde arribaron en helicóptero; a la isla de Malpelo la Comisión Colombiana del Océano llegó en un modesto barco llamado María Patricia; y al cerro de la Tacarcuna, en pleno tapón del Darién, los investigadores del Instituto de Investigaciones Ambientales del Pacífico viajaron durante dos días en carro, lancha, mula y a pie.
Colibri Coruscans
–Estas expediciones tienen su sex appeal –me dijo Felipe García, director del proyecto Colombia Bio en Colciencias.
–¿Y puedo ir a una?
Me pusieron mil “peros”, pero logré colarme a la expedición Boyacá Bio, una adaptación de Colombia Bio que organizó la gobernación del departamento con la participación del Instituto Humboldt y la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia –otras gobernaciones, como la de Santander y Nariño, también están organizando sus propias versiones–. La tercera salida del proyecto fue al páramo de Rabanal, en la frontera entre Boyacá y Cundinamarca. No hubo necesidad de buques, helicópteros o mulas para llegar. Cogimos un bus en la mañana y arribamos a tiempo para almorzar.
A algunos de los biólogos que iban en el bus ya los conocía, como a Andrés Acosta, el curador de la colección de anfibios y reptiles del Instituto Humboldt. Durante casi toda la salida fue vestido con una chaqueta camuflada que, según él, lo ayuda a que las ranas no se den cuenta de su presencia hasta que es muy tarde.También estaba Humberto Mendoza, curador del herbario, un tolimense cincuentón con acento marcado que alguna vez quiso estudiar biología marina, pero que descubrió que había menos competencia dedicándose a las plantas. Tiene la manía de llevarse casi toda flor con la que se cruza a la boca y, sabiendo que ningún otro botánico lo hace, dudo del valor científico de esa maña. También tuve la sorpresa de ver varios investigadores jóvenes, como Sebastián el ornitólogo, que si bien no es el más niño de la manada, sin duda contrasta con las arrugas de los más veteranos.
Al páramo de Rabanal llegamos desde Samacá. La carretera de concreto se convierte en un sendero del color del barro y luego en un camino ennegrecido por el carbón. Un habitante del pueblo nos cuenta que debajo de nuestros pies se extienden cientos de kilómetros de túneles mineros y a los lados del camino empiezan a aparecer los hornos en los que se procesa el carbón. Son construcciones del tamaño de canchas de fútbol con pequeñas claraboyas por donde se alcanza a ver el brillo del fuego que nunca se apaga.
Nos bajamos del bus en una casa verde, el campamento minero de una mina clausurada por la policía, que se encuentra rodeada por hornos y torres que sacan el carbón de la tierra las 24 horas. Lo arrastran en carros y lo dejan caer sobre pilas negras que se hacen más y más grandes según pasa el día. Veinte personas nos instalamos como pudimos en dos cuartos, acomodamos nuestros sleeping bags y algunos se apresuraron por quedar más cerca de los  tomacorrientes para cargar los celulares. Los ornitólogos se hicieron cerca de la puerta, para no despertar a nadie al salir en la madrugada, y Andrés Acosta decidió que dormiría mejor si traía su propia carpa para dormir afuera.
–¿Se imaginan todo lo que ronca Andrés para que monte su propia carpa? –decían.
Ese primer día, con Andrés Acosta y su equipo de herpetólogos ascendimos hacia el páramo entre pedruscos y barro, por un lado que llaman “el pico del águila” por la peña puntiaguda que resalta en el borde de la montaña. Dejamos abajo la estela de polvo que irrita los pulmones. Arriba, entre los frailejones y a un costado del embalse que da fe de toda el agua que baja de este lugar, el aire es tan limpio que cualquier bogotano puede pensar que ha vivido siempre con asma.
A diferencia de otras zonas del país donde se llevan a cabo las expediciones Bio, Samacá y el páramo de Rabanal no conocieron la violencia extrema. Acá no es como en los campos de coca de Cimitarra que quedaron bañados por glifosato; como los bosques secos de Anorí, que fueron el escenario de secuestros y asesinatos; ni como las montañas de Chingaza, cuya geografía fue reordenada por los morteros. “El chisme es que el páramo era el corredor pa
ellos, la guerrilla, que pasaban a Cundinamarca”, dice Ernesto, uno de los residentes del lugar, pero aparte de esas anécdotas y del batallón de alta montaña cuyos disparos de práctica resuenan en las noches, el conflicto no ha tocado realmente esta región de Colombia. Aun así, los habitantes de Samacá tienen su propia dosis de problemas: Raúl, un dinamitero que nos guio durante algunos trayectos, nos contó sobre las peores maneras en las que la gente muere en las minas, asfixiado por el gas o como un muchacho al cual la polea que sube los vagones lo agarró y le dio 26 vueltas por un espacio por el que apenas cabe un chihuahua. “Morir en una mina es una forma horrible de morir”, decía. El señor Ernesto, por su parte, dijo que mientras la escuela no tiene agua, las minas gastan a chorros la que baja del páramo, y que como los residentes originales de la montaña fueron desplazados por la industria minera, ahora Samacá es un desfile de desconocidos que buscan trabajar en los túneles por un par de meses para cobrar su paga. La fiebre del carbón.
Hay tanto carbón en Samacá que al día siguiente, mientras los biólogos almorzaban en el campamento, Sebastián se dio cuenta de que unas motas de carbón se habían colado en su porción de arroz.
–Cómaselo que eso ayuda a la digestión –dijo Felipe Villegas, el fotógrafo del Instituto Humboldt.
–¡Qué va!
–¡Es en serio! –respondió el fotógrafo ante las risas–. Yo incluso tengo unas tabletas de carbón.
–A mí me dijeron y no me lo creía, pero hay viejos por acá que recorren la carretera con costales –dijo de la nada Sandra Galeano, coordinadora de las expediciones Boyacá Bio–. En el momento en que los mineros se hacen viejos, los mueven fuera de la mina a puestos que no tienen tan buena paga, entonces deciden salir a recoger los trozos de carbón que se caen de los camiones. Hacen eso, yo los vi.
Por un instante el humor murió en el cuarto.
–Quizá se lo venden a un joven que dice que eso es bueno para el estómago –dijo alguien.
Y todos nos echamos a reír de nuevo.
****
–Cuando era joven y andaba por los lados de Chingaza, encontrábamos Atelopus todo el día –contaba Andrés Acosta mientras íbamos sentados en el planchón de una camioneta, refiriéndose a las ranas arlequín de colores brillantes. Cualquiera diría, por las canas en su barba, que eso fue hace un buen tiempo–. Luego me dijeron que se estaban extinguiendo… ¡Y nosotros en guerra, sin poder ir a observarlas!.
–¿Es verdad que lo han secuestrado cinco veces?
–Sí –respondió–. Pues hubo unas pesadas, y una en la que casi me matan. Pero otras no fueron tanto secuestros; fueron como retenciones, o encuentros.
Contó de sus desventuras en la laguna de Pedro Palo, a un par de horas de Bogotá, donde tres hombres vestidos de civil con mochilas y subfusiles MP5 lo obligaron a él y a un colega a quedarse ahí todo el día, quietos, mientras pasaba el Vigésimo Segundo Frente de las Farc; y esa vez en la que estaba con el herpetólogo John Lynch cerca de Venadillo, en el Tolima, buscando cecilias –culebras ciegas– hasta que llegó la guerrilla y los obligó a estar quince días en una finca. “Yo me lo hubiera bajado si lo hubiera visto antes con esa vaina”, le dijo en cierta ocasión un miliciano, hablando del chaleco y las pinzas con las que anda Andrés, el equipo de herpetología para estudiar anfibios y reptiles que siempre lleva a campo.
–Por eso, cuando me preguntan qué ha cambiado, digo que ahora, cuando te vas a un proyecto, puedes moverte por cualquier lado y a cualquier hora… más o menos.
Ese tercer día de la salida pasé la tarde con los herpetólogos por los lados de la vereda Firita Peña Arriba. Usualmente son gente nocturna, que prefiere trasnochar buscando bichitos cuando están más activos en la oscuridad y durmiendo hasta tarde al día siguiente, pero esta vez no se podía. Alguien había estado descuartizando ganado en Firita y, con los campesinos de la zona en alerta, mejor que nadie viera a un grupo de personas con linternas hurgando por allá en la noche. Decía uno de los guías, “mejor que no los cojan allá a oscuras porque les dan plomo, les dan bala”. Así que después de almuerzo ya estábamos montados en una camioneta, rumbo al sitio.
Nos bajamos frente a un alambre de púas que marcaba el punto donde terminaba la planicie de los potreros y empezaba el páramo. Por esos lados los frailejones –entre ellos Espeletia raquirencis, propios de la zona, y Espeletia argentea, que toman su nombre de sus hojas de brillo plateado– eran un poco más altos, de medio metro. No fueron tocados por el incendio que hace años arrasó con parte de las plantas y la vida silvestre que había cerca del “pico del
águila”. Andrés creía que esa fue la razón por la que esa primera noche no encontraron casi nada por esos lados.
Guiados por los sonidos de algunas ranas, que croan como en clave de salsa, empezaron a buscar entre las plantas.
–Uy, ahí puede haber una –decía Andrés como animado y señalaba un frailejón. Se acercaba al frailejón con sigilo, metía la mano entre las hojas secas y casi siempre contaba con suerte, sacando más que nada pequeños lagartos–. Los estudios dicen que aquí existen ciertas especies, pero uno va a ver y no hay colecciones ni referentes precisos. Solo son deducciones a partir de lo que hay en zonas cercanas, puro copy-paste.
Recorrer el páramo resulta complicado. El suelo consiste en una masa de hojas muertas y cada paso se siente como pisar una esponja inflada con agua. El avance es lento y uno se acostumbra a mirar hacia abajo para asegurarsede no dar de lleno en un charco profundo. Y en esas la vi: una ranita ocre no más grande que la punta de un pulgar que contrastaba en las hojas de un pequeño frailejón.
¡Hey, aquí hay una!, grité.
Como los biólogos estaban lejos y caminar en el páramo requiere levantar los pies como si hubiera veinte centímetros de nieve, ellos se demorarían en llegar. La rana saltó. Yo también. Me tiré al piso y extendí la mano hacia donde iba. Cerré el puño entre la tierra y las hojas y mi primer temor fue haberla perdido; cuando vi su patita entre mis dedos, mi segundo temor fue haberla aplastado, pero abrí la mano y ahí estaba, perpleja, contorsionándose entre mi índice y mi pulgar.
–¡Parece una [Pristimantis] bogotensis, pero estoy casi seguro de que es nueva –dijo Andrés.
–¡Muy bien! –me felicitó Yeison Tolosa, uno de los investigadores asistentes. Anotaron que estábamos a unos 3.200 metros de altura, las coordenadas del sitio y mi nombre. Eso fue todo: una sonrisa, una palmada en la espalda (para mí) y una bolsa de plástico con algunos palos y hojas (para la rana).
“¡Especie nueva!”, pensé.
No era para nada desquiciado pensar que, en un país tan poco explorado, desde sus selvas y montañas casi inaccesibles hasta páramos que no quedan a más de unas horas de la capital, bastaría con extender la mano para toparse con algo totalmente desconocido. Algunas veces es de la manera más romántica posible, como esa vez en la que la ictióloga Lina Mesa se fue a recorrer las trochas y arroyos del bosque de El Peñón, en Santander, impulsada solo por el hecho de que un joven del lugar le dijo “por allá en una quebrada hay una sardinita blanca”. Buscó hasta que encontró una entrada desconocida al sistema de cuevas de la región y, en ella, un riachuelo en el que nadaban bagres pequeños, casi transparentosos a la luz de su linterna, que ni se inmutaban cada que ella metía la mano al agua para agarrarlos. Eran ciegos. En la oscuridad, los guiaban sus largos bigotes. “En cuanto vi a uno, le dije ‘tú eres nuevo’”, me contaba. “Lo bautizamos Trichomycterus rosablanca”. Y en otras ocasiones encontrar una nueva especie es solo un hecho fortuito que sucede en medio de la cotidianidad de muestrear y muestrear y muestrear. Así le ocurrió a Ramsés Caicedo, investigador del Instituto Sinchi, en los bosques del Caquetá durante la expedición Bio de 2017: de tanto salir en las noches a buscar anfibios y reptiles eventualmente tenían que encontrar algo: un lagarto escondido bajo las rocas al costado del río. Así se han recolectado 174 posibles especies no descritas para la ciencia en estas expediciones Bio, entre mariposas y escarabajos coprófagos y anfibios y esponjas marinas y hasta hongos; y yo sonreía al pensar que había puesto otro tanto.
Anadia Bogotensis
Claro, encontrar las especies es la parte fácil: luego vienen los análisis en laboratorio que incluyen medir la distancia entre las patas y los tamaños de las cuencas de los ojos, el registro y la comparación de cada dato en tablas de Excel, la toma de muestras genéticas y la búsqueda de ejemplares parecidos en otras colecciones de la zona, el país o el mundo. A veces no hay manera de saber si una especie es nueva o no hasta que un experto, la única persona que se ha especializado en esta variedad específica de planta, pez, rana o lo-que-sea decide echarle un ojo al ejemplar. “Muchas veces uno cree que tiene algo nuevo, pero hasta que no consigue al experto en el grupo no se puede estar seguro”, recuerdo que me dijo Astrid Acosta, una ictióloga del Instituto Sinchi. “Nos ha pasado que tenemos posibles especies no descritas para la ciencia, pero se requiere una gran inversión de dinero para describirlas”.
Menos mal que esa parte no tendría que hacerla yo. Lo único que necesitaba era la satisfacción de saber que había capturado una especie nunca antes registrada. ¿La Pristimantis rorrensis? ¡Wow!
Una vez en el campamento, Yeison –que hacía un rato estaba contando cómo casi le amputan la mano por manejar de manera torpe una serpiente venenosa– me llamó a un lado. El grupo de herpetólogos fotografiaba todas las ranas y lagartos recogidos, porque aunque hay fotógrafo, Andrés tiene su propia cámara y flash que hacen parte de su estrafalario equipo. Yeison me dijo:
–La especie que atrapó es bastante interesante.
–¿En serio? ¿Especie nueva? –le preguntó Felipe, el fotógrafo.
–Dejémoslo en interesante –respondió Yeison, con una sonrisa cómplice.
****
Antes de estar en Rabanal, acompañando a los biólogos en la interesante monotonía de recoger plantas y animales día tras día, anduve por los lados orientales del parque nacional natural Chingaza. Estuve persiguiendo lo que en ese entonces era una peculiaridad para este tipo de expediciones: antropólogos.
Diana Bocarejo y Camila González, antropólogas de la Universidad del Rosario, me dejaron acompañarlas en su labor etnográfica. Mientras un grupo hacía un informe sobre gobernanza –no solo las relaciones y prácticas de conservación se dan entre las instituciones como alcaldías y las comunidades, sino también las prácticas de trabajo comunitario, lo que llaman “unir fuerzas”–, el grupo de las antropólogas trabajó en un proyecto de historia ambiental. “Nuestra premisa es ver cómo la vida de la gente está entrecruzada con otras personas, con las plantas, el agua, los bosques, con eventos y demás”, decía Diana. “¡Hay mil cosas, mil historias!”.
Caminamos horas solo para llegar a una casa, a veces solo para hablar con una persona. Pasamos por veredas como Toquiza, una zona alejada en la frontera oriental del parque Chingaza donde las casas del vecino más próximo se ven en la distancia; y Los Alpes, un pueblo al borde de ser un fantasma: casas abandonadas por culpa del conflicto armado, otras derruidas, con árboles que atravesaban sus techos. Allá hablaban sin tapujos con la gente:
–¿Usted ha comido oso frontino? –le preguntó Camila a un habitante del pueblo que había accedido a ser entrevistado. Estaban en una casucha en medio del monte, reunidos alrededor de un mapa de la zona en el que toman nota las antropólogas.
–No, no alcancé cuando lo cazaban, pero mi papá sí.
–Y de todos estos animales –dice Diana–, aparte de las clasificaciones como los que son plaga, los que se comen, los que hacen daño…, ¿qué otra clasificación les pondría usted?
–Hay animales que la gente no debe matar, como el oso hormiguero. Él come hormigas, nos está haciendo un favor.
–¿Y otros animales que no se deban matar?
–Los cusumbos, porque son los últimos. A veces los matan porque se agarran con los perros, solo por eso. Aunque si usted le pregunta a mi papá, él le dice que en el verano están deliciosos. }
La gente habla de los osos frontinos (osos de anteojos), los cachicamos (armadillos), los micos maiceros (monos silbadores) y los pumas que dicen haber visto sus vecinos; que hace veinte años estuvieron los combatientes de las Farc, que luego llegaron los soldados y los paramilitares; que ahora las autoridades ambientales molestan por todo, hasta por cortar un árbol que ellos mismos plantaron. El enfoque en lo social se está volviendo cada vez más popular. Proyectos como Nariño Bio y Santander Bio quieren darle un mayor énfasis al rol de las personas que viven en los ambientes que estudian. En Samacá, aparte de los biólogos, el grupo de Ciencia Participativa del Humboldt también estuvo allá, invitando a gente a actividades como mesas redondas y un “BioBlitz” en el que los biólogos les explicarían un poco de su trabajo a los habitantes de la comunidad.
Fue en esa actividad que vi en acción a Humberto Mendoza, el curador del herbario del Humboldt, en acción. No entre plantas y flores, sino entre niños pequeños, un puñado de mujeres y un anciano que se tomaba su tiempo en alcanzar al grupo. Regaba en el piso un grupo de plantas que recogió de los alrededores y, mientras las prensaba entre hojas de periódico y cartón, decía a su audiencia:
–Ahora les vamos a poner nombre científico…
Y empezaba a explicar con algo de detalle cómo se nombraba e identificaba cada planta.
Le pregunté ahí si podía acompañarlo al día siguiente a muestrear, por la densa selva que sube al páramo. Resulta que con él, recolectar muestras es una actividad entre delicada y violenta: Humberto corta las flores con tacto y arrancaba plantas de raíz de manera brutal. A las orquídeas púrpura, del tamaño de una uña y la apariencia de una araña de papel, las pone con cuidado en bolsas plásticas y después explica que las ramas de árboles más resistentes “se doblan como un tamal y ya”. Se emocionó al encontrarse una piñuela, una planta que crece a 700 metros sobre el nivel del mar, en un potrero que está a casi tres mil metros. La arrancó con las manos desnudas, gritando “¡aaaauccch!” mientras las espinas se clavaban en sus palmas.
–¡Demás que está descrita, pero debe ser un nuevo registro para la zona! –dijo.
Al momento de bajar, antes de salir de la maleza, encontramos un brote con tan solo un par de hojas: era una Ocotea callophylla, un árbol de madera fina que es difícil de observar por la deforestación y la tala. Humberto explicaba que, si no lo cortan antes, el árbol podría desaparecer con el resto del bosque cuando alguien decida convertir esa tierra en un potrero, en pastizales para vacas. Él prefiere recogerlas y plantarlas en reservas de la sociedad civil con la esperanza de que se adapten. Así tienen una oportunidad.
–Esto es lo que deberíamos estar haciendo –dijo mientras desenterraba la planta y la ponía en una bolsa plástica, aparte de las demás, con el cuidado de un padre que carga a un recién nacido–. Esto es lo que de verdad sirve.
****
La noche antes de partir hice la ronda usual entre los grupos de biólogos, con libreta en mano. En la mañana colectan, en la noche procesan lo recogido sobre las mesas Rimax que a veces hacen de comedor y a veces de área de trabajo… o de las dos al mismo tiempo, con el computador a un lado y el caldo de papa al otro.
–¿Se han dado cuenta que siempre anda anotando? –dijo Humberto, señalándome, y eso también lo anoté.
De verlos trabajar aprendí que los botánicos son quizá los mayores consumidores de prensa del país, porque sus cientos de muestras la guardan empapadas en alcohol entre las páginas de la prensa (más que por el contenido, puede que prefieran El Tiempo a El Espectador por el tamaño de las páginas); aprendí que las ranas chillan mientras las estudian, como el sonido de arrastrar un dedo por un vidrio, y también que Andrés es un hombre de mucha paciencia, tomándose el tiempo de enseñarles a los dos jóvenes herpetólogos que lo acompañan a escribir en sus diarios de campo –“dorso y cuerpo café oscuro; flancos de igual color; vientre y cabeza color crema” son la clase de apuntes que hay en sus libretas, describiendo una Anadia Bogotensis–, a hacer la solución de formol en la que se fijan los ejemplares y a atar las etiquetas a las patas de ranas y reptiles.
Llegué hasta la mesa donde se encontraba Sebastián. Me estaba mirando sin decir nada, sus manos dentro de una bolsa de tela. Creí que quería decirme algo, pero solo me mira, inexpresivo.
¿Qué haces?, le pregunté finalmente.
Bajó los ojos y sacó la mano de la bolsa. Su índice y pulgar hacían fuerza sobre los costados de un ave Ochthoeca fumicolor, un pájaropequeño y de color almendra.
–Lo estoy sacrificando –dijo–. Solo que  no me gusta ver..., ver cómo se termina una vida.
El ejemplo más sencillo para entender por qué las sacrifica está en la colección de aves del Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional. Ahí se encuentran, en poses rígidas y con su pico abierto, los últimos ejemplares del pato zambullidor andino (Podiceps andinus) con ese plumaje blanco que los más viejos recuerdan haber visto por los lados del lago de Tota. De las pocas muestras que quedan de la única especie de ave que se ha extinguido en Colombia. En cincuenta o cien años, ¿qué más habremos perdido? Los ejemplares que Sebastián y todos los otros investigadores se llevan para las colecciones del Humboldt no son solo un souvenir biológico, sino una herramienta: desde estudiantes de biología hasta investigadores internacionales pasan cada semana a echar un ojo a las colecciones para estudiar cosas como la distribución de una especie o sus cambios en el tiempo. Y no solo están las del Humboldt, aquellas en Villa de Leyva que abarcan mamíferos, peces, insectos, plantas, aves y hasta sus huevos por montones. Hay 231 colecciones regadas por todo el país en universidades, jardines botánicos y corporaciones regionales.He oído que el herbario del Instituto Sinchi, en Bogotá, con sus más de 100.000 ejemplares de plantas amazónicas, es maravillosa; y la colección del Instituto Humboldt en Villa de Leyva suma casi 16.000 ejemplares de aves –menos que la de la Universidad Nacional, que es la mayor de Colombia– y un estimado de diez millones de insectos, algunos tan grandes como para abarcar el puño y otros tan pequeños que se necesita lupa para verlos. “La colección es una muestra de lo que existe en un lugar”, me dijo hacía rato Sergio Córdoba, el antiguo curador de la colección de aves del Humboldt. “Con ejemplares de aves de hace ochenta años de un mismo lugar,
por ejemplo, puedes ver en las plumas cómo ha cambiado la contaminación en un sitio. Pero eso solo es posible si tienen varios ejemplares de un mismo lugar sobre un periodo de tiempo”.
Ochthoeca Fumicolor
Esa es la razón por la que Sebastián sostiene al pequeño bicho color almendra en su mano, esperando a sentir algo, un momento en el que sus ojos se dilatan y su respiración se corta. El pájaro deja de resistirse y comienza el proceso de preparar la piel. Lo hace con tacto, con cuidado. Él mismo dice que lo lleva a cabocon mucho respeto. Hay que remover todos los órganos a través de una sola incisión y, por la misma, llenar de algodón el cuerpo del ave. Juliana
Soto, su colega, toma muestras de los órganos internos para el banco de tejidos del instituto y mientras tanto Sebastián acomoda el pico del ejemplar y cuida que las alas y el copete queden bien peinados. Si se hace bien, sin dejar rastro de grasa ni humedad, la forma y belleza de estas aves se puede preservar por décadas.
****
De vuelta en Bogotá descubrí dos cosas: la primera fueron los resultados de aquella expedición social a Chingaza. Visité a Diana Bocarejo y a su grupo en la Universidad del Rosario, y me contó que, con las entrevistas que realizaron, mandaron a hacer contenidos didácticos para los habitantes de las veredas: cuadernitos con las propuestas de la comunidad para cuidar el monte en conjunto con instituciones como Corpoguavio, un librito de postales con relatos que retrataban la vida en esos lugares –historias sobre la Madremonte silbándoles a los campesinos, cómo algunos casi se hacen matar por guerrilleros porque juraban que en su territorio “se sacaban esmeraldas a granel”, cómo antes mataban monos churucos para comer, pero ahora los cuidan con fervor– y mapas ilustrados con la historia ambiental de las comunidades. Lo repartieron todo en una gran reunión en la vereda de Periquito, con la esperanza de que de todo esto, al menos algo quede para los habitantes de la zona. Algo más útil para las comunidades que un informe final en las manos de un puñado de instituciones.
Me contó también que había otro set de mapas, con la historia del conflicto en ellos. Lo hicieron a partir de las historias de los bombardeos y los secuestros, de los muertos cuyos nombres llenaban líneas y líneas en el mapa, hasta los bordes. Esos no los regalaron.
–Estaban muy sangrientos –dijo Diana.
Mi segundo descubrimiento llegó cuando le escribí a los investigadores del Humboldt para saber si había algún resultado preliminar de la salida biológica a Rabanal. Por un lado le escribí a Sandra Galeano, la organizadora, pidiendo un resumen de la salida. Por el otro, le escribí un correo a Andrés, con algo de expectativa:
“Quería saber si la especie que usted sospechaba que podía ser desconocida para la ciencia realmente lo era. Aquella pequeña, con protuberancias, que pertenecía al género Pristimantis”.
Al rato Andrés respondió:
“Rodrigo, definitivamente es Pristimantis bogotensis, finalmente no hubo especies nuevas”.
Pristimantis bogotensis, bastante común y ya más que registrada en los libros de biología. Por eso la importancia de revisar los ejemplares en el laboratorio, desde su físico hasta su genética. No hubo ninguna especie no descrita para la ciencia ni de anfibios ni de nada en la salida al Rabanal.
Pristimantis Bogotensis
Pero ese nunca fue el punto. Las especies nuevas permiten que la financiación siga fluyendo y crean estupendos titulares para periódicos, pero como dijo Javier Barriga, organizador de las expediciones Bio, “la verdad es que cada especie es solo una piececilla de un gran rompecabezas que nos explica un entorno. De hecho, una especie nueva no debería ser motivo de celebración, sino algo que nos advierte qué tan mal estamos. ¿Qué nos dice encontrar especies nunca vistas en un lugar que estamos a punto de acabar?”. Más allá de esas preocupaciones que atormentan a quienes se dedican a la conservación, los investigadores sienten una felicidad genuina con descubrimientos menos publicitados, pero igual de importantes para entender los ecosistemas colombianos: ojalá pudiera plasmar la emoción con la que un investigador del IIAP, en el Chocó, me contó que había redescubierto entre la hojarasca una especie de serpiente que no se había visto en más de cincuenta años, o lo feliz que estaba la ictióloga Lina Mesa, la misma que descubrió a los pececillos ciegos en las cuevas de Santander, de contarme que un grupo de peces Microgenys minuta había ampliado su distribución (es decir, están en áreas más amplias de lo que se creía). En el caso del Rabanal, me es más fácil apreciar esas pequeñas victorias que presencié: los ornitólogos llevaron a la colección de aves de Villa de Leyva nuevos ejemplares de un sitio muy poco estudiado y los botánicos pudieron confirmar que, como había dicho Humberto al recoger la piñuela que crecía a los tres mil metros sobre el nivel del mar, se trataba de un nuevo registro para la zona. Así como el mismo Humberto dijo un día en el campamento:
–Estamos aquí para hacer inventarios de biodiversidad, las novedades son solo un plus más.
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