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Historias

Tocar el cielo con las manos: una historia de las mujeres en el espacio

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 Hace medio siglo, Estados Unidos miró hacia arriba y decidió que podía conquistar el cielo. Pero este gran esfuerzo que inspiró a los norteamericanos no representaba la gran diversidad de su propia población. Desde el programa Mercury hasta el Apollo, una cosa fue consistente: los astronautas eran hombres. Hombres blancos. Las mujeres, cuando se las encontraba, tenían papeles de apoyo: eran “computadoras humanas”, secretarias, esposas.
Últimamente, las figuras olvidadas de las estrellas han estado apareciendo en libros, programas de cine y documentales de televisión. Se trata de las mujeres del programa espacial estadounidense, a las que enviaron al espacio, sin que realmente hubieran ido nunca: matemáticas, pilotos de prueba, científicas e ingenieras, que en los años sesenta les abrieron la puerta a las 59 mujeres provenientes de varios países que, hasta el momento, han subido al espacio para que, ellas sí, lograran tocar el cielo negro con sus propias manos. Sí, sí: todos hemos escuchado ad nauseam acerca de la gran Valentina Tereshkova, la ‘paloma’ y primera mujer en órbita –ahora miembro del Duma Estatal ruso– que se armó de valor para remontarse hasta el firmamento a bordo de la Vostok 6, el 16 de junio de 1963. Pero, ¿quién recuerda a las llamadas ‘Mercury 13’?, ¿sabe alguien acerca del Programa Lovelace para Mujeres en el Espacio? y ¿quién ha oído hablar de las ‘computadoras humanas’ de raza negra –Katherine Johnson, Dorothy Vaughan y Mary Jackson–que trabajaron para que John Glenn fuera puesto en órbita? En la mayoría de los casos, nadie tiene ni idea. Y, sin embargo, ahí estaban, detrás de las cámaras. Figuras escondidas que ponen más capas de complejidad a la típica fotografía del astronauta y piloto de guerra de ojos color zafiro.
El grupo de aspirantes a astronautas Mercury 13 en 1995; Gene N. Jessen, Wally Funk, Jerrie Cobb, Jerri Truhill, Sarah Rutley, Myrtle Cagle y Bernice Steadman.
En su interesante libro del 2016, Hidden Figures, la autora Margot Lee Shetterly les pone nombres y voces a las matemáticas e ingenieras afroamericanas que hicieron contribuciones incalculables durante los albores del programa espacial. Katherine Johnson, por ejemplo, una matemática extraordinaria, calculó la trayectoria de John Glenn en la misión Friendship 7, el primer vuelo orbital que logró Estados Unidos, y antes de eso, calculó también la del mismísimo primer astronauta estadounidense, Alan Shepard: “El mundo tiene que conocerla”, dijo en su momento la actriz Taraji Henson, que la interpretó para el estupendo filme del mismo nombre. “Casi me pongo a llorar cuando leí sobre ella”. Lo mismo le pasó a la actriz Janelle Monáe, quien interpretó a Mary Jackson, de quien la NASA dice que era la única ingeniera aeronáutica negra en su campo en los años 50 en Estados Unidos.
Pero las mujeres han estado trabajando como computadoras humanas desde 1935, mucho antes de que existiera el programa espacial. Lo hacían en algunos observatorios astronómicos, catalogando imágenes de estrellas sobre placas de vidrio. “Ellas eran meticulosas y exactas y no había que pagarles demasiado”, explica el historiador de la NASA Bill Barry; yo misma lo hice en Harvard, ayudándole a la computadora a decidir si la imagen del Telescopio Hubble que estaba viendo era la de una galaxia o la de una estrella. Y cuando Estados Unidos entró a la Segunda Guerra Mundial después del ataque a Pearl Harbor, la necesidad de estas mujeres-computadora se acrecentó y comenzaron a contratar a las de color: “Hagan que la chica chequee los números… Si ella dice que los números están bien, yo estoy listo”, dijo Glenn durante su vuelo antes de afrontar los tensos momentos que obligaron a terminar la misión antes de lo anticipado.
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Cuando la NASA concibió poner humanos en órbita por primera vez, pensó primero en las mujeres que en los hombres. Esto, por razones de sentido común: por lo general ellas pesan menos, consumen menos oxígeno y no necesitan tanto alimento. Todo lo anterior era muy importante al tener en cuenta la capacidad de carga de un cohete, ya que cualquier ahorro en peso se traduciría a todo el aparato y, en consecuencia, se necesitaría menos combustible.
Pero antes de poder mandar a alguien al espacio, la NASA tenía que decidir qué cualidades debería poseer el candidato ideal. En ese momento nadie sabía cómo era el medio ambiente en el espacio: se ignoraba lo que iba a sucederle al cuerpo humano en microgravedad, y las exóticas preguntas que se hacían los médicos incluían cosas como: ¿Podría el astronauta sufrir un desprendimiento de retina y quedar ciego? Para curarse en salud, los especialistas sometieron a los candidatos a pruebas de todo lo imaginable, eliminando aspirantes a medida que avanzaban a exámenes más draconianos.
Jerrie Cobb en 1960, durante uno de los experimentos del Dr. Lovelace.
El hombre que diseñó estas pruebas para seleccionar a los primeros astronautas estadounidenses, es decir, los del Programa Mercury, se llamaba Randy Lovelace. Era un doctor especializado en aeromedicina, educado en Harvard, y creador de las máscaras de oxígeno que aún usan los pilotos a grandes alturas. Quienes hayan visto el filme o leído el estupendo libro Lo que hay que tener, de Tom Wolfe, sabrán que estos fueron los exámenes físicos más completos que se le pueden hacer a un ser humano.
Y Lovelace insistía en la pregunta del millón: ¿serían las mujeres mejores astronautas que los varones?
Así que sometió a un grupo de mujeres a esa misma serie de exámenes. Trabajando en forma privada, sin intervención de la NASA, la idea del médico era poner a prueba mujeres pilotos de jet para contrastar los resultados con aquellos de los candidatos varones. Pero como ni la Fuerza Aérea ni la Marina estadounidenses permitían que las mujeres volaran, Lovelace, independientemente, tuvo que buscar en otras partes a sus candidatas femeninas: a finales de los años cincuenta, había menos de mil mujeres pilotos en el país y Lovelace escogió los historiales de 19 de ellas. Iba un poco a ciegas, sin saber exactamente qué examinar, y por eso aquellos protocolos médicos pasaron a la historia como los más extraños.
Se le hicieron al menos 75 pruebas a cada una. Los exámenes eran extensos, exhaustivos, a veces insoportables. “No hubo un pelo, diente, trozo de piel o uña en todo mi cuerpo que se salvara de ser sondeado, empujado, auscultado o medido”, dijo Wally Funk en un documental. “La parte más dolorosa fue cuando me amarraron a una silla de dentista y me inyectaron agua a presión en el oído durante 20 segundos mientras yo debía tener la vista fija en un objeto en la pared”. Algunas mujeres, incluyendo a Funk, fueron enviadas a una clínica en Oklahoma, donde les hicieron pruebas de aislamiento en cámaras de privación sensorial. Funk aguantó en este ambiente 10 horas y media, mucho más tiempo que cualquier piloto. “Los hombres no toleraron bien este lugar porque demostraron necesitar el estímulo sensorial. Las mujeres en general permanecieron muy calmadas”, se lee en el reporte de Lovelace.
De las 19 mujeres que Lovelace examinó en su clínica privada, 13 pasaron el examen. Y, de esas, muchas tuvieron mejor puntaje que los siete astronautas del Programa Mercury.
Eileen Collins, comandante del transbordador Columbia, durante una misión en 1999.
Millie Hughes a bordo del transbordador Columbia en 1991.
No obstante, las cualificaciones físicas no eran suficientes. En muchos casos, los informes médicos y los puntajes de las pruebas fueron irrelevantes porque en los oscuros días de la Guerra Fría las implicaciones de las misiones no solo eran militares, sino de propaganda. Poner una mujer en el espacio suena obvio ahora, en el siglo XXI, pero en ese entonces muchos lo interpretaban como una debilidad por parte de Estados Unidos. Algunos decían, incluso, que poner a una mujer en la cápsula espacial era comparable a poner un chimpancé: la hazaña de ir al espacio no sería tan espectacular si la podía hacer una mujer; para que el vuelo fuera un tema ‘wow’ simplemente había que enviar a un hombre.
De todas formas, incluso cuando los astronautas varones del Programa Mercury se convirtieron en héroes nacionales gracias al cubrimiento de la revista Time y las cadenas de televisión, Lovelace seguía adelante con su programa privado. La última fase de los exámenes habría de llevarse a cabo en la Base Naval Aérea de Pensacola, en la Florida. Lovelace quería someter a sus conejillas de Indias a la siguiente etapa de pruebas médicas aeroespaciales, la cual requería el uso de jets. Para ello, algunas de las mujeres dejaron sus trabajos e hicieron arreglos para dejar a sus familias mientras iban a entrenar. Sin embargo, en el último minuto, la Marina les negó el acceso a la base explicando que la NASA nunca había enviado un documento autorizando estos exámenes allí.
Toda esta discriminación contra las mujeres astronautas parte de una anterior decisión del presidente Dwight Eisenhower de que solo los pilotos de prueba de jets podían ser considerados para ir al espacio, un requerimiento que inmediatamente excluía al sexo femenino. De ahí que, aunque dos de las chicas de Lovelace intentaron llevar el caso ante el Congreso, no pudieron sacar nada. “No nos dejaban volar jets o estar en las Fuerzas Armadas y por eso no podíamos optar a ser astronautas”, dijo Funk. “Yo volé jets como instructora, pero eso tampoco me ayudó. Básicamente, no estaban listos para nosotras”.
El Programa de Mujeres en el espacio de Lovelace murió calladamente en el verano de 1962, cuando Lyndon Johnson, quien le apostaba al programa espacial para impulsar su carrera presidencial, sintió que el asunto de las mujeres astronautas era una piedra en el zapato: “¡Paremos esto ya!” escribió en grandes letras y signos de admiración al final de un memo. Y eso fue todo.
Con todo, y a pesar de la cancelación del programa de Lovelace, algunas mujeres sí lograron ingresar en la NASA durante esos tempranos días. Un caso destacable es el de la brillante ingeniera de sistemas de 25 años Poppy Northcutt, que trabajó en la sala de control del Programa Apollo al lado de los demás ingenieros, resolviendo el problema de cómo llegar de la Tierra a la Luna. La joven se aprendió de memoria cada línea de código, se llevó el programa de computación a la casa y en las noches, haciendo matemática inversa, terminó pescando un problema en los cálculos de la trayectoria del Apollo 8. De no haber sido por su intervención, posiblemente el comandante Frank Borman y su tripulación no habrían regresado jamás a la Tierra. Northcutt fue la primera mujer en la sala de control de las misiones Apollo, la primera en ponerse los auriculares y sentarse en medio de todos los caballeros, sintiendo sobre sus hombros la presión de no poder cometer ni un solo error.
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A finales de los sesenta y comienzos de los setenta, la NASA, como tantas otras instituciones en Estados Unidos, comenzó a cambiar. No por amor o porque sintiera vergüenza o culpabilidad, sino porque todas las demás organizaciones del país les abrieron la puerta a las mujeres. Temían que se les viniera encima una demanda grande. Además, la tecnología hizo las cosas más fáciles: el transbordador espacial prometía hacer del espacio un lugar más seguro y rutinario y eso dio paso a una nueva categoría de astronautas, una que no exigía ser piloto de jet: el especialista de misión.
De repente, la NASA necesitaba mujeres y personas de color dentro de su cuerpo de astronautas y para llegarles a estos segmentos de la población, la agencia espacial se apoyó en la ciencia ficción: “Yo les dije que les podía traer a las personas de color más importantes y capaces del país, pero que si ponían excusas para no incluir a este grupo de gente me convertiría en su peor pesadilla”, dice Nichelle Nichols, la mismísima teniente Uhura de Star Trek, quien se convirtió en la cara pública de la NASA. El enorme carisma de Nichelle demostró ser un recurso invaluable para la NASA y atrajo candidatos durante años a los proyectos espaciales.
Las primeras seis mujeres astronautas reclutadas en la NASA llegaron en 1978: eran Anna Fisher, médica; Shannon Lucid, bioquímica; Kathryn Sullivan, geóloga; Rhea Seddon, cirujana; Sally Ride, física, y Judith Resnik, ingeniera electrónica. Las seis formaban parte del octavo grupo, junto con 29 hombres. Al principio ellos no sabían cómo trabajar profesionalmente con ellas: “Parecíamos chicos de una fraternidad”, comentó a la prensa Mike Mullane –otro de los astronautas del grupo–. “Durante un entrenamiento en el desierto, a la pobre Judy Resnik le metieron una serpiente viva entre el morral, y hacíamos cosas así de tontas”. Integrarlas al trabajo de la NASA fue fácil porque ellas eran estupendas y podían con todo; luego fueron apareciendo problemas, como la ida al baño en microgravedad. Algunos ingenieros ni siquiera sabían cómo eran los genitales femeninos a la hora de diseñar los sistemas urinarios de los astronautas. Según Shannon Lucid, “todo lo que inventaron era increíblemente incómodo”. Luego vino el tema de la regla: “Fue todo un problema para los ingenieros. Nadie quería meterse con eso. ¡Al principio hasta nos querían dar drogas para parar la menstruación! Para su primer vuelo, que duraría siete días, a Judy Resnik le empacaron tampones como para dos años”, recuerda entre risas.
Sally Ride, la primera estadounidense que llegó al espacio, durante su misión en el transbordador Challenger en 1983.
En 1982, Sally Ride fue seleccionada para ser la primera mujer estadounidense en ir al espacio: estaría en órbita durante la misión STS-7. Ella entendía que estaba llevando consigo los sueños y las esperanzas de las mujeres de todo su país y que si su desempeño era menos que perfecto, corría el riesgo de que la NASA cancelara a las mujeres del espacio. La prensa –y más de un hombre en la agencia espacial– se enamoró perdidamente de ella. Luego vino la primera caminata espacial femenina, a cargo de Kathy Sullivan: “Fue algo inolvidable”, recuerda. “Cuando levanté la vista estábamos sobre Suramérica. Vi a Venezuela deslizarse silenciosamente entre mis pies”.
Finalmente, se abrieron las compuertas y llegaron todas las demás. Hasta hoy, 64 mujeres han ido al espacio, entre más de 450 hombres. De ellas, hay 48 estadounidenses, cuatro rusas, dos canadienses, dos chinas, dos japonesas, una inglesa, una francesa, una india-estadounidense, una iraní-estadounidense, una italiana y una surcoreana. Yo entrevisté a varias de ellas: a la genial Shannon Lucid, que hizo misiones de diplomacia científica con los rusos. A Ellen Ochoa, la primera mujer hispana en órbita, maravillosa, que tocó la flauta traversa en gravedad cero. Y a Eileen Collins, piloto exquisita, mamá y primera mujer comandante de un transbordador espacial, específicamente el Discovery en la misión STS-114. No fue fácil para ella: el 114, en el 2005, fue el celebrado “regreso al espacio”, el primer vuelo que se hizo después del accidente del Columbia (cuando un agujero en el borde de ataque de un ala permitió la entrada de los gases atmosféricos calientes e hizo estallar al transbordador). Hablé largo y tendido con Eileen y la escuché describir las delicadísimas acrobacias que tuvo que hacer para exponer al Discovery por primera vez “panza arriba” hacia las cámaras de la Estación Espacial Internacional con el fin de auscultar el estado de las baldosas de cerámica que cubrían la piel del aparato.
Mae Jamison a bordo del módulo Spacelab-J en 1992.
Algunos problemas permanecen: a principios de este año, el plan para realizar una caminata espacial de solo mujeres hizo recordar los viejos tiempos: como los trajes no eran totalmente adecuados para ellas, la misión se abortó. Sin embargo, las nuevas generaciones cuentan con gente del sector privado como Gwynne Shotwell, presidente y COO de SpaceX. Eso hace que las cosas, ahora, sean aún más interesantes.
El tiempo dirá si alguna vez tendremos la fuerza de voluntad y los recursos para llegar a Marte. Pero, si vamos, esta vez las mujeres iremos como comandantes, ingenieras y exploradoras de primer orden. Hay varias jóvenes haciendo cola. Al final de cuentas, pienso que no se trata de ser “la primera” porque eso no es más que un momento en la historia, una coma en los libros. Se trata, en el fondo, del hecho de ir a explorar y a darles carta blanca a las oportunidades científicas. Las mujeres somos, junto a los hombres, parte de esta frontera interminable. Y no hay nada mejor, ni más útil para la sociedad, que trabajar juntos.
Shannon Lucid, que permaneció 188 días en el espacio en 1996, ingresa en una cápsula Soys para un entrenamiento de supervivencia en el Mar Negro.
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