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Historias

Embrujo verde: el mundo de los esmeralderos

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A raíz de la muerte Víctor Carranza, el ‘zar de las esmeraldas’, reproducimos este texto publicado originalmente en la edición número 11 de DONJUAN, correspondiente al mes de julio de 2007.
El mundo de los esmeralderos es tan confuso como la esencia misma de la piedra. Los mineros llevan una vida miserable que esperan cambiar con un golpe de suerte y sus patrones viven encima de una 4x4, rodeados de mujeres y guardaespaldas.
EL RUIDO DE LOS BARES Y LAS DISCOTECAS DEL CENTRO DE MUZO, BOYACA, ANUNCIA UN VIERNES DE PARRANDA. A LAS DIEZ DE LA NOCHE UNA CARAVANA DE SIETE CAMIONETAS BURBUJA FRENA EN SECO EN LA ENTRADA DE UNA CASA DE DOS PISOS. Varias mujeres –con minifaldas y pantalones apretados– se apoyan en el balcón de la casa para reconocer a los recién llegados. En el primer piso de la casa funcionan fuentes de soda, una panadería y varias heladerías. Las canciones de música norteña –con tonadas como Sobre mi tumba levanten una cruz de marihuana…– que suenan en una de las camionetas opaca los merengues de los bares. Víctor Carranza se baja del asiento de pasajero de una de las burbujas, pasa por delante de todos los negocios y sube por las escaleras que lo llevan hacia el interior de la discoteca de moda: La Terraza.
Carranza –junto con su colega Horacio Triana y su media docena de guardaespaldas– se acomoda con todos sus acompañantes en una de las mesas que está al frente de la tarima. Son quince hombres mal contados y cinco mujeres. Los meseros se apresuran a atenderlos. Los guardaespaldas de Triana piden whisky Old Parr y para don Víctor, una botella de aguardiente Néctar. Ninguno pide hielo. La élite de las esmeraldas en Colombia –un negocio que el año pasado dejó 2’658.610 dólares en regalías para Boyacá y Cundinamarca, equivalentes a 1,5% del valor total de las esmeraldas exportadas– se prepara para una rumba.
Víctor Carranza, animado por el corrillo de mujeres que lo acompaña y entusiasmado por el último trago de su botella de aguardiente, se levanta de la mesa y se adueña de la pista de baile moviéndose al ritmo de un regetón de Don Omar. Sus 73 años no son ningún impedimento para que mueva las caderas al ritmo de la música, agite su sombrero de un lado para otro y flexione sus rodillas hasta quedar en cuclillas. Sus divas lo aplauden y se pelean a empujones para disputarse el honor de ser su pareja. Él es el rey y todo el mundo respeta su corona.
En medio de las canciones de música guasca y un tecno importado de los años noventa, dos hombres rememoran la época oscura de la región, uno de ellos mueve las manos enérgicamente haciendo brillar por instantes la sortija papal que porta en el dedo índice. Ambos llevan una conversación desordenada, gesticulan palabras incomprensibles y sólo puedo entender un nombre: Efraín González, el detonante de la guerra verde. En los años sesenta y setenta, González fue el líder de una banda contratada por los principales capos de las esmeraldas para luchar contra la policía y el ejército. Los patrones no querían cederle parte de la producción esmeraldífera al Estado y Efraín era su brazo armado.
La fiebre por las esmeraldas se había adueñado de toda la sociedad: militares, policías, jueces, alcaldes, sacerdotes, ingenieros, todo el mundo guaqueaba en las noches y dejaba su uniforme debajo de la cama. Los capos se mataban entre sí por el poder, hasta que en 1990 “los duros” –como todavía los conocen en la región– se sentaron con representantes de la Iglesia y el Estado para firmar la paz. Según José Octavio Pinzón, asistente del fiscal de Muzo, entre 1980 y 1989, la época más crítica para el occidente de Boyacá, se presentaron en promedio 500 muertes violentas por año. Ahora no hay muertes. Hay fiesta.
A LAS DOCE DE LA NOCHE LA MUSICA SE DETIENE PARA dar comienzo al show central. Cindy –la estrella de La Terraza– se acomoda en el centro del bar con una minifalda, camisa negra y tacones de 12 centímetros. Al ritmo de norteñas y regetón se empieza a quitar la ropa hasta que sólo queda con un diminuto hilo dental. Todos lanzan vivas y aplauden sus maromas en el centro exacto de la discoteca. El único que no parece interesarse por Cindy es Horacio Triana que se mantiene de espaldas a la tarima. Su acompañante tiene unos ojos color verde esmeralda y en lugar de hablar revisa que su pelo negro esté perfectamente cepillado, mientras tanto, don Víctor se encarama encima de una mesa y su séquito de mujeres empieza a aplaudirlo como a un jeque árabe.
Cindy es una de las prostitutas de El Castillo –un prostíbulo legendario que está a dos cuadras de La Terraza– y sus compañeras se encuentran en mesas cercanas a la de “los duros”.
–Échale una mirada a ese “mancito” que se le ve que tiene platica –le dice “Vanessa” a su amiga Cristina. El “mancito” es el jefe de seguridad de Víctor Carranza, un tipo que, por sus brazos gruesos y por el notable revólver que tiene debajo de la camisa, me recuerda a Mr. T.
–Ese tipo está como bueno, yo ni le cobraría –responde Cristina. –Ese hombre no va a soltar nada, esperemos a que Cindy se vista y nos largamos –dice Vanessa.
Cristina se agarra el pelo con las manos y deja al descubierto un par de aretes en forma de flor con incrustaciones de esmeraldas. Me dice que le dan estatus. Los indígenas muzos y muiscas ponían esmeraldas sobre los ojos de sus muertos. Los musulmanes escribían versículos del Corán sobre la gema. El emperador romano Julio César usaba una esmeralda en el pecho para controlar su epilepsia. La diadema imperial de la Reina de Inglaterra posee esmeraldas de Muzo y la última colección de la casa de joyas Cartier incluye dijes, anillos y aretes en forma de pantera con incrustaciones de esmeraldas. Las piedras tienen la suerte de los humanos: unas se van a las mejores joyerías del mundo y otras se quedan en los pendientes de una prostituta de provincia.
Las damas de compañía de Muzo ganan por noche 100.000 pesos y “el rato” de quince minutos lo cobran por 50.000 o 70.000 pesos, “dependiendo del marrano”. Hay ocasiones en las que les pagan un millón de pesos o les dan piedras de tres millones de pesos o más. Muchos de los guaqueros y obreros que se “enguacan”, esos que encuentran una piedra de más de 50 millones de pesos, se encierran en el prostíbulo hasta que –tras una orgía de locos– se quedan sin un peso.
AL DIA SIGUIENTE, TRAS UNA HORA DE CAMINO DESDE MUZO, llegué a La Nevera. El caserío parece un pesebre empotrado en la montaña. Es un conjunto de casas de madera con techos de zinc, rodeado de basura y chulos que sobrevuelan la zona para escarbar en la miseria de sus habitantes. Aquí viven los guaqueros, súbditos de los capos y parias de esta sociedad. Viven descalzos y sin camisa. Se sostienen buscando esmeraldas en las quebradas o en los desperdicios de la mina. Después de ocho horas de trabajo recogen chisperos –puñados de esmeraldas tan pequeñas como esquirlas de vidrio– para cambiarlos por alimentos en sitios denominados como “Cambalaches”. Los chisperos les alcanzan para una libra de chocolate, una bolsa de arroz y si tienen suerte, para una docena de huevos.
En La Nevera los comerciantes de piedras se sientan a jugar “tute” y a negociar. Eliécer Bohórquez sostiene en su mano una piedra del tamaño de una canica; la revisa detenidamente con un monóculo y la mueve de un lado a otro para calcular su precio. Los rayos del sol se filtran en medio de la esmeralda iluminando con su fuego verde los oscuros ojos del comerciante que, tras 15 años en el negocio, no duda en soltar su propuesta:
–Es una buena roca, le doy cinco palos y me la llevo –dice.
-–Qué va, esa vale como siete palos --–responde el minero.
Eliécer devuelve la gema argumentando que ni tallada le van a pagar esa suma. Finalmente no quedan en nada y el comerciante se marcha para seguir explorando el mercado.
El negocio de los compradores informales es conseguir esmeraldas en bruto, a bajo costo, para revenderlas talladas en el mercado callejero de la avenida Jiménez de Bogotá, ojalá al doble o el triple del valor que pagaron. Esas piedras forman parte de 2% que se queda en Colombia. Según Ingeominas, 98% de la producción esmeraldífera está destinada a mercados externos. En los edificios de la Jiménez los grandes patrones tienen sus oficinas, y desde allí las esmeraldas salen hacia los cuatro puntos cardinales, principalmente hacia Japón que se queda con 50% del mercado mundial, mientras que Estados Unidos acapara 25%.
A media hora del caserío se encuentra la mina Volveré, una de las 326 empresas concesionarias. La mina parece un edificio construido en el interior de la montaña, con ascensores, luz eléctrica, fuentes de oxígeno y hasta sillas para descansar. Las paredes están cubiertas por tablones de madera y columnas para evitar derrumbes. La comitiva de los “duros”, guiada por Libardo Lizarazo, uno de los accionistas de la mina, se interna desde la parte superior de la montaña por medio de un ascensor. Lizarazo es uno de los pocos “patrones” con el cuello libre de cadenas de oro, mide 1,90 metros y todos tienen que apurar el paso para llevar el ritmo de sus largas zancadas. El camino es difícil por la gran cantidad de agua depositada en el piso. Hay que esperar unos diez minutos hasta que la motobomba expulse el exceso de agua para poder continuar. Después de casi cien metros de descenso, cuando termina el camino, los ojos de todos quedan deslumbrados con una roca cubierta de blanco y verde.
La esmeralda colombiana es catalogada por los gemólogos como la mejor del planeta. Las piedras que se encuentran en esta región son las más grandes, brillantes y variadas en términos de color. Colombia abastece 55% del mercado mundial de esmeraldas, seguido de Brasil y Zambia, con exportaciones de 15% cada país.
Los obreros son desalojados de la mina, sólo se quedan los delegados de los jefes: Hollman Carranza, hijo de don Víctor, Jimmy Molina y Libardo Lizarazo. El único obrero que permanece es Jorge, un trabajador cualquiera, escogido al azar, para que recoja las esmeraldas.
El puñado de gemas en bruto que sostiene hace que sus manos se iluminen. Jorge las deposita en una bolsa de seguridad, una bolsa verde, hecha de un material plástico y perfectamente sellada. El contenido de cada bolsa puede alcanzar los 1.000 millones de pesos. En 2006 el valor total de las exportaciones fue –aproximadamente– de 92’277.604 dólares.
Jorge separa las esmeraldas de la tierra y de la marmaja. Los nervios hacen que se le caigan unas pocas que relampaguean en el suelo como escarcha. Libardo toma una piedra y la alumbra con la linterna para examinarla a fondo. Después de unos pocos segundos, las valora en dos millones de pesos, luego las bota al suelo como regando migajas de pan. Jorge, asombrado, abre sus oscuros ojos mirando las chispas desperdigadas. No todo está perdido, porque a unos centímetros de sus botas resplandece una gema. Él espera recogerla a escondidas para cobrarse el sueldo que nunca le han pagado en seis meses de trabajo.
ALGUNAS EMPRESAS ESMERALDIFERAS NO LE PAGAN SUELDO MENSUAL A LOS OBREROS. LA EXCUSA ES EL ALTO COSTO QUE OCASIONA EL SOSTENIMIENTO DE LAS MINAS. Dicen que mensualmente en maquinaria y materiales deben invertir 30’000.000 de pesos y que si les pagaran a los trabajadores se quedarían en la bancarrota. A los obreros les dan una bonificación de 500.000 a un millón de pesos semestral o anualmente, o una bolsa llena de piedras para que se las repartan entre ellos. El pago depende de la empresa. A los trabajadores les garantizan alimentación, vivienda en los campamentos de las minas, cepillo de dientes, jabón, botas, casco y guantes.
La motivación que tienen los obreros es sacar a escondidas de los patrones una esmeralda para venderla en los mercados de Bogotá o Chiquinquirá, pero si los descubre alguna autoridad de la empresa con una piedra en el bolsillo, son expulsados de inmediato sin la esmeralda y sin indemnización. Es un mundo extraño. Los patrones saben que los obreros ocasionalmente pueden quedarse con una piedra. Los obreros saben que ocasionalmente pueden robar y luego largarse. Y ninguna de las dos partes parece preocupada en extremo. Son cosas que pasan y todos las aceptan como una fatalidad del destino en un universo laboral sin sueldo, pero con elevadas “primas extralegales”.
Según Hernán Martínez, ministro de Minas y Energía, las empresas que operan sin pagarles sueldo mensual a los trabajadores son ilegales y las alcaldías están en la obligación de hacer respetar los derechos de los obreros. ¿Alguien lo escucha?
Desde las once del día, en las afueras de la mina Volveré, unas cien personas se aferran a la cerca con palas y costales. Son los guaqueros que esperan para que les regalen los residuos del día. Adentro, los escoltas y vigilantes con pistolas browning impiden el paso de las personas no autorizadas. Las camionetas de los socios, en su mayoría Nissan y Toyota, se instalan en el parqueadero. Libardo sale de la mina al medio día y da la autorización para expulsar al exterior toneladas de tierra. Los guaqueros se apresuran como mendigos a llenar los costales y se sienten felices ante la generosidad de los patrones, porque en muchas minas no regalan ni un puñado de tierra para la gente de la región.
Libardo está cubierto de una capa negra de los pies a la cabeza. La camisa Armi, que hasta hace unas horas estaba impecable, ahora es su pañuelo para limpiarse el sudor. Parece un obrero más. Los guaqueros lo observan desde afuera. Por debajo del tizne negro que cubre su cara, le sonríe a la comitiva de socios y levanta la bolsa de seguridad con el mismo estilo de un maratonista olímpico que levanta su medalla en el podio de los ganadores. Su trofeo es un puñado de mil millones de pesos de las mejores esmeraldas del mundo.
Fotografía: Joana Toro
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