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Historias

El sendero del oso

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Foto:

Revista Don Juan
Ángela, Óscar y Julián sabían que había un oso cerca.
Ahí estaban las hojas mordidas de una puya que el oso había arrancado para comer y dejó en orden, una encima de otra, a un lado de la carretera. Ninguna huella cerca del sitio, pero ellos recordaban haberlo visto fugazmente esa mañana: una mancha negra que apareció en la carretera después de una curva y que salió corriendo hacia el bosque cuando sintió la presencia de la camioneta. Por eso estaban seguros de que el oso se hallaba en algún lugar de ese valle lleno de arbustos, bromelias y frailejones que se extendía hasta el embalse de Chuza, el que le da agua pura a todo Bogotá.
Estábamos en el alto de los Cóndores, en todo el corazón del Parque Nacional Natural Chingaza. Habían sido casi tres horas de camino por carreteras destapadas llenas de barro que se trepaban entre la niebla hasta llegar a puntos donde se empiezan a ver venados que cruzan las carreteras y se meten entre las espeletias –los frailejones– y los sietecueros florecidos.
Ángela Parra, Óscar Raigozo y Julián Zamora hacen parte del grupo de trabajo con el oso andino del parque. De repente Julián saca su cámara y enfoca un ave que vuela por el valle.
–Es un cóndor –dice–. Es más difícil ver al cóndor que al oso, solo hay dos en todo el parque, pero mire. Este se nos apareció.
Parece absurdo que sea tan complicado ver un oso: un animal negro, grande y peludo que puede llegar a pesar 150 kilos y a medir, de pie, casi dos metros de altura; uno de los mamíferos terrestres más grandes de América, que está presente en todos los Andes, desde Bolivia hasta Venezuela y en bosques con altitudes entre 300 y 4.000 metros sobre el nivel del mar. Cuando está parado, un oso no deja de inspirar respeto, así lo único que quiera sea rascarse la espalda en un tronco. No es extraño pensar que en algún momento de la historia, cuando no había ciudades ni carreteras, este animal fue el verdadero rey de Suramérica.
Fotografía: Juan Pablo Rueda / Agradecimiento Zoológico de Cali.
Sin embargo, el oso andino es tímido: la mayoría, machos  y hembras, caminan solos por el bosque buscando semillas y frutos con las garras largas de sus patas delanteras. Siempre tienen manchas o líneas blancas en la frente, el cuello o alrededor del hocico y por eso les pusieron “osos de anteojos”. Ahí hay que hacer una precisión: aunque las personas piensan en los osos andinos como animales que siempre tienen aros alrededor de los ojos y una gran mancha blanca en el pecho, la gran mayoría, por lo menos en Colombia y Venezuela, son carinegros y tienen manchas bastante sutiles. Ningún experto sabe exactamente cuántos hay.
Saben, eso sí, que no quedan muchos y que si se ven más es porque se concentran en los pocos parches de bosques vírgenes que quedan.
Ángela Parra es bióloga e investiga a los osos andinos desde 2011. Me dice que la alimentación principal de los osos, al menos en Chingaza, son las bromelias o las puyas, unas pencas espinosas que arrancan con sus garras para llegar hasta la fibra rica en azúcar que estas plantas guardan en su interior. También comen uvas camaronas y el fruto de los árboles de laurel. Óscar, uno de los asistentes de investigación, señala un comedero que está a pocos metros, un pedazo de páramo donde hay matorrales aplastados, como si hubiera ocurrido una pelea. “Pero esos son comederos viejos, tienen por ahí dos semanas”. En cambio, los osos que viven en bosques de tierras más bajas se trepan a las palmas de 30 o 40 metros de altura para buscar los cogollos tiernos, los arrancan, los tiran al piso y luego se los comen. De hecho, en muchas ocasiones, para encontrar a un oso hay que mirar hacia las copas de árboles tupidos: allí también arman sus nidos.
Ese día, sin embargo, no vimos ninguna otra huella fresca. Y no fue decepcionante: incluso entre los expertos ver un oso en la naturaleza es un momento que se convierte en leyenda, un regalo del bosque. Para encontrar a un oso, en últimas, se necesita suerte. Adriana Reyes, bióloga de la Fundación Wii, trabaja con osos andinos desde 2008. Los buscó en la serranía del Perijá, en el Cesar, un páramo seco desde donde se observan las luces del Cerrejón en las noches; en el Parque Nacional Tamá, en Norte de Santander y en varios lugares del Huila. Sin embargo, su primer oso se le apareció el año pasado en la carretera que conduce hacia Chingaza: “Un chiquitín que parecía un perrito negro”, recuerda con emoción. “Cuando nos vio, se metió al bosque”.
Ángela Parra no tuvo que esperar tanto. Cuando comenzaba a trabajar con la especie iba en un carro por Chingaza y el guardaparques con el que estaba paró de repente: “Elías tiene un imán para ver osos”, dice ella. “Él dijo que nos bajáramos en silencio, señaló un punto y ahí estaba. Ellos son curiosos, lo que hizo fue hacerse detrás de una ramita de nada, se paró en dos patas y se puso a olfatear”.
Otras veces solo hay que estar en el lugar correcto: Óscar Raigozo dice que durante casi una semana un oso estuvo cerca de un puesto de Chingaza que se llama Palacio: “Llegaba a menos de 500 metros de la cabaña, donde había unas semillas; partía los gajos y se sentaba a comer”.
Pero el que menos suerte tiene, sin lugar a dudas, es Robert Márquez, director del programa de osos andinos en Colombia de WCS. Él lleva 18 años siguiéndoles las huellas a los osos en todo el continente, pero jamás se ha  encontrado con uno:
–Yo tengo un hechizo para no ver al oso –me dijo durante una llamada por Skype–. Trabajo en esto desde 1999 y solo el año pasado vi mi primer oso… O no sé si lo vi porque fueron dos manchitas negras a lo lejos. Estaba en Chingaza, con Ángela Parra, y me dijo: “¡Mira un par de osos!”. Y yo le dije: “Ah, Ok”. “Pero alégrate, son osos”. “Sí, pero son dos puntos negros”. “¡Pero si esos puntos negros son osos!”. Y así hasta que le respondí: “¡Mira, ayer me cayó una basura en el ojo y vi como diez osos!”.
Después de reír, continúa su relato.
–¿Sabes? Tal vez si veo a un oso a diez metros me emocione. O tal vez no. Es que yo sé qué hace el oso y si quisiera verlo pondría una estación de observación, pero no me obsesiona. En cambio, cuando voy por un sendero, puedo decirte: “Acá pasó un oso, acá se frotó, con las manos delanteras arrancó esta corteza y con el vientre rozó esta planta porque hay pelos enredados”.Todo lo que te puedo describir con señales es mucho más de lo que cualquier persona que haya visto al oso te puede decir.
Quienes trabajan con osos son detectives. Ellos se dejan llevar por las señales, se meten en el mundo del animal que buscan entender y a partir de un rasguño, una planta aplastada o una rama partida, pueden recrear escenas exactas. Después de un rato, Robert recuerda una vez que en Venezuela encontró un sendero fresco justo en un sitio lleno de tampaco –el mismo cucharo o gaque, un árbol de raíces y ramas gruesas– y de repente empezó a treparse para buscar más señales:
–El oso iba derecho hacia un sitio donde había árboles de aguacates silvestres. Entre las ramas había hecho muchos nidos, porque el oso puede dormir entre las copas de los árboles. Pero nos abstraímos tanto que no nos dimos cuenta de que habíamos recorrido casi 200 metros entre las copas de los árboles a 15 metros de altura”. En otra ocasión, también en Venezuela, a Robert y a su profesor, Isaac Goldstein, les informaron que un oso había atacado a un ganado: “Encontramos una vaca muerta y mordida en medio de una quebrada. Empezamos a subir y vimos que un oso había arrastrado a la vaca por entre el bosque por 100 o 150 metros porque había hierba aplastada, pelos de la vaca y rasguños en los árboles; pero en un punto, el rastro se convertía en una línea clara y tranquila del paso de una vaca. Justo en ese punto se cruzaba el rastro de un oso andino. Entonces entendimos que el oso había atacado en ese punto preciso, la había tumbado y la había mordido ahí. Así nos dimos cuenta de que el oso no solo comía carroña, eso ya lo sabíamos; también podía atacar si quería comer carne”.
Arriba, huella de oso - Fotografía: David Hernández / Cortesia PNN Chingaza.
Abajo, uva camarona, uno de los alimentos del oso andino - Fotografía: Ángela Parra-R / Cortesia PNN Chingaza.
El trabajo del detective siempre va a resultar infalible para entender a los osos. Sin embargo, también hay otros  métodos de investigación, como los collares de telemetría VHF que se pusieron de moda en los años noventa. Daniel Rodríguez, director de la fundación Wii e investigador de osos desde 1985, recuerda que después de capturar un oso y de ponerle un collar había que salir a correr detrás del animal.
–Era muy verraco. Esos collares se pierden en la montaña por las cañadas y los riscos, pero uno tenía que salir por el monte con una antenita y seguir la señal todo el tiempo. Ahí vimos que el animal se movía mucho más y mucho más rápido de lo que un humano podía seguirlo entre el bosque.
Después llegaron los collares satelitales, con un sistema GPS que enviaba notificaciones a un correo electrónico con la ubicación exacta del animal. En 2005, por ejemplo, con la ayuda de Corpoguavio –la corporación ambiental de varios municipios del macizo Chingaza– la Fundación Wii logró establecer que durante 45 días un oso macho podía moverse por un área de 24.000 hectáreas, casi un cuarto de todo Bogotá. También descubrieron que los osos se despertaban a las cinco de la mañana y tenían mucho movimiento hasta las diez, después descansaban y se  reactivaban por la tarde para aprovechar las horas antes de que anocheciera.
–Son como nosotros –dice Daniel–. También les gusta echarse la siesta.
En Ecuador, otros investigadores hicieron sus propios estudios con rastreadores GPS. Armando Castellanos, de la  Fundación Oso Andino, ha reintroducido 22 osos a los bosques de su país y fue uno de los pioneros en el uso de estos collares. Gracias a ellos pudo describir la manera como las hembras crían a sus oseznos. Rebecca, por ejemplo, fue una osa que empezó a rastrear cuando se volvió común verla cruzar una autopista cerca de la reserva Cayambe-Coca, a pocos kilómetros de Quito: “Hasta hace unos años se pensaba que los osos que rescatábamos llegaban a nosotros porque habían matado a la madre, pero desde hace tres o cuatro años, gracias a Rebecca, sabemos que la madre sale a buscar comida, a veces por dos o tres días, y que son los campesinos los que extirpan los ositos que salen solos a descubrir; estas personas creen que la osa los abandonó”, explica. Muchos de los osos que están en los centros de recuperación de fauna silvestre o en los zoológicos –como Congo, el macho del zoológico de Cali, que tiene 19 años– fueron hallados por autoridades ambientales en fincas de campesinos que decían haber encontrado a los ositos sin que nadie los cuidara.
–Ahí hay dos posibilidades: mataron a la mamá y se quedaron con los cachorros o, por desconocimiento, pensaron que rescatando al osito lo estaban protegiendo –dice Orlando Feliciano, director de la fundación BioAndina, que maneja un centro de rehabilitación cerca de Chingaza.
Sin embargo, últimamente las cámaras trampa han sido una de las puntas de lanza para la investigación. Estos dispositivos que toman fotografías o videos cuando captan movimiento se ubican en lugares con alto tráfico de osos. A partir de las imágenes los investigadores han podido identificar individuos específicos, todo gracias a las manchas de sus caras, que son tan únicas como una huella dactilar. Daniel Rodríguez y Adriana Reyes descubrieron también que las hembras podían criar cachorros de distintas camadas, pues en sus videos aparecieron osas guiando, al mismo tiempo, cachorros de tres meses y de dos años y medio.
–¿Y cuantos osos han identificado?
–Hemos identificado a 66 osos en los alrededores de Chingaza, pero hay dos animales que podemos reconocer a simple vista –responde Adriana–. Son dos machos, Juancho y Pepe: Juancho tiene un problema de articulación y camina cojo. Lo identificamos en 2011 en un proyecto con Corpoguavio, en Junín. En 2015 volvimos a poner cámaras y cuando el asistente me dijo que mirara el caminado raro de un animal yo me puse a saltar y dije: “¡Todavía está vivo!”.
Fotografía: Juan Pablo Rueda / Agradecimiento Zoológico de Cali.
La preocupación no es exagerada. Todos los años hay osos muertos que se convierten en noticia. A finales de agosto, por ejemplo, un oso descuartizado fue hallado en la casa de un indígena en Saravena, Arauca, cerca del PNN El Cocuy. La indignación, sin embargo, empezó a crecer desde 2016 con la muerte de un oso en Junín, Cundinamarca. Fue la primera vez en que la muerte de un animal silvestre generó un operativo policial y del CTI de la Fiscalía para encontrar y encarcelar al responsable, que finalmente fue castigado con una multa y cinco años de casa por cárcel. Poco después la garra de un oso descuartizado llegó a la sede de Parques Nacionales en el Cauca con un panfleto que decía: “Ban (sic) a matarnos a todos, créanme. Ya son dos en cinco días, gracias a Parques y Corponariño”.
Cada cierto tiempo a los investigadores que trabajan con los osos los llaman a verificar casos. Por lo general son rumores de personas que les reportan a las autoridades regionales que hay un oso cerca de una finca, que otro mató un ternero muerto o que un oso los tiene cansados y lo van a ir a matar.
Oscar Raigozo, uno de los asistentes de campo del PNN Chingaza, recuerda que en marzo de 2017 llegó a Fómeque para verificar un supuesto ataque de ganado que le habían reportado a Corpoguavio. En el lugar había muchas señales: nidos, huellas, pelos: era claro que había un oso por allí. Todos los rastros se convertían en un sendero por donde algo se había arrastrado. ¿Acaso se había llevado a la vaca al bosque? No, no había huellas de la vaca.
–Había tantas señales que les dije a mis compañeros que nos separáramos. Yo me fui por el camino de abajo y me concentré en las voces para ver por dónde venían, cuando me resbalé hacia una quebrada y ¡waaah! Caí justo encima del oso.
Era el cadáver de un macho grande que había muerto hacía dos o tres días, pues ya había muchas moscas rondando el cuerpo. Óscar llamó a sus compañeros y a la policía, que también estaba apoyando la búsqueda. Las páginas web de los periódicos publicaron la foto del levantamiento: cuatro personas que cargan dos ramas gruesas de las cuales cuelga el oso muerto, tapado a medias por una tela blanca.
–¿Le habían metido un tiro?
–Tres –Interrumpe Ángela Parra–. En la necropsia encontraron que él si había comido carroña, pero no carne fresca. El no había matado a la vaca. Pudimos establecer que el oso salió corriendo después del disparo y que fue a la quebrada porque, como a cualquier herido, le dio sed. Probablemente ahí lo remataron.
Por eso otra de las responsabilidades de los investigadores ha sido la educación: tanto Parques Nacionales como las fundaciones que trabajan por la conservación del oso hacen talleres en las veredas y en las escuelas de los pueblos donde hay osos. Daniel Rodríguez, de la Fundación Wii, está seguro que gracias a eso han podido evitar la muerte de varios animales:
–Uno de los momentos más chéveres fue una vez que vi un video de una cámara trampa con un campesino en Junín –dice–. Salía un oso bañándose en una laguna. El campesino dijo:“Qué animal tan lindo. Lástima que me venga a joder mis vacas. ¿Por qué no se va pa’ otro lado? ¡Es que es muy lindo!”. O sea, esto empieza a romper el paradigma de que el oso es un enemigo y el animal le empieza a importar.
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A principios del siglo XIX una expedición de Luis XVIII compró un oso andino en un puerto de Chile y lo metió vivo en un barco para llevarlo hacia Europa. El oso, como era casi obvio, no resistió el viaje, pero Fréderic Cuvier estudió su piel e incluyó la descripción del animal en su Historia natural de los mamíferos. El oso de las cordilleras de Chile era el primer oso que se hallaba en Sur América, estaba emparentado con otros osos del mundo por tener plantas en las patas traseras y, según la ficha, presentaba en el cuello algunas capas de pelo más largo, como las de un  león. Pero el rasgo más destacado eran las manchas faciales, líneas claras que le envolvían al oso los ojos y la trompa.
Así fue como el oso nació para la ciencia.
Sin embargo, el oso andino siguió siendo una especie desconocida. Durante años convivió con los campesinos, los indígenas y los colonos de toda la cordillera, hasta que a finales de la década de 1970 un escultor norteamericano –Bernard Peyton– empezó a estudiarlo en Machu Picchu, en el Perú.
–En esa época éramos cuatro pendejos y no sabíamos nada sobre los osos –cuenta Daniel Rodríguez, director de la Fundación Wii e investigador de osos andinos desde 1985–. Cuando me enteré de que había osos en Suramérica empecé a averiguarlo todo sobre la especie y una de las cosas que busqué fue cómo le decían los indígenas al oso, pero no encontré casi nada. Uno iba al Museo del Oro y había jaguares, pumas, murciélagos, tucanes. ¿Y osos? ¿Cómo era posible que un bicho negro de 150 kilos que llega a comerse el maíz pasara desapercibido? Poco después, él y un grupo de estudiantes organizaron un viaje al Cocuy para evaluar el hábitat del oso. Sus verdaderos profesores fueron los indígenas tunebos, que habían vivido con el oso desde hacía siglos. Ellos fueron los que les enseñaron a los futuros biólogos a reconocer las señales del animal y les contaron que el oso, dentro de su mitología, había sido el primer hombre, un humano fallido.
–Resulta que el dios encargado de crear a los hombres esculpió la figura en barro y la puso a cocinar, pero se quedó dormido, se le quemó y le salió un hombre imperfecto, que era el oso –cuenta Daniel–. Después repitió el proceso, ya sin errores, y salió el ser humano. Si un tunebo mata un oso está quebrando una ley de origen y está matando a su hermano mayor. ¡Y tiene sentido porque como el oso es plantígrado sus huellas se ven iguales a las de un humano descalzo!
Osos andinos captados por una cámara trampa de la Fundación Wii en Cundinamarca durante 2012 y 2013.
Fotografía: Cortesia Fundación Wii, Nexen y Corpoguavio
Daniel viajó por otras zonas del país y descubrió más mitos. Adriana Reyes, que trabaja con Daniel desde 2008, cuenta que Nencatacoa, uno de los hijos de Bochica y Bachué, se asocia al oso y es el creador de la fiesta, los colores y la borrachera. Esa relación se daba porque el oso bajaba siempre a donde vivía la gente en la época de la cosecha, cuando el maíz estaba choclo y se hacía la chicha, para comerse las mazorcas. En el sur del Perú, el festival del Ukuku también está basado en un mito parecido: un ser mitad hombre y mitad oso, que es parrandero, hace lo que quiere y al final de la fiesta baja agua de la montaña para toda la comunidad. En otras regiones, como la serranía del Perijá, el pueblo yukpa no considera al oso un hermano, pero sí ve en él la fuerza y la abundancia. En la época de la cosecha del maíz salían a cazarlo y lo mataban con unas flechas inmensas de tres puntas: si caía boca abajo, no se podía tocar, pero si caía de espaldas usaban la carne para hacer los bollos preñados, un plato parecido a las hayacas. Después, utilizaban el colmillo y la garra del animal como amuletos para sembrar el maíz y garantizar una buena cosecha.
Los cazadores también se convirtieron en maestros de los biólogos. Robert Márquez, por ejemplo, cuenta que todo lo que aprendió sobre las señales se lo debe a Víctor Guerrero, el hijo de un cazador de oso. Él contaba que los hombres como su padre ganaban poder y respeto entre sus vecinos porque repartían la carne del animal en lugares que estaban a más de doce horas de camino de una carretera.
Los osos todavía se cazan por varias razones. Orlando Feliciano dice que en muchos pueblos de Colombia se usa la grasa del oso como una medicina tradicional. Sin embargo la principal amenaza para los osos andinos en toda América del Sur es la ganadería: desde que se empezaron a tumbar los bosques para transformarlos en potreros, algunos osos atacaron las vacas, otros llegaron a carroñar y los campesinos salieron armados a buscar venganza. Suena extraño poner en la misma escena a un oso y a una vaca, pero no es raro encontrar cabezas de ganado en los bosques altoandinos. Cuando fui al Parque Chingaza, por ejemplo, vi casi diez vacas y terneros comiéndose la hierba del páramo al borde de una de las vías que atraviesan el área protegida, a más de 3.000 metros de altura.
–Algunas personas dejan el ganado en lotes que quedan lejos, a veces a diez o doce horas de camino –explica Ángela Parra–. Lo dejan para demostrar propiedad, se devuelven a sus veredas y dos o tres semanas después vuelven a buscarlo. Tenemos registro de vacas a 3.700 metros de altura, ellas empiezan a caminar y les rinde muchísimo.
Y la situación no se resuelve culpando a los campesinos, pues detrás de todo esto hay un conflicto social:
–Imagínate a un campesino que tiene cuatro vacas y el oso le mata dos. Y que esas vacas eran para la navidad de los hijos o para arreglar el baño de la casa. Si va a la autoridad ambiental le dicen: “¡No! ¡Si usted mata al oso se va a ir preso!” –explica Daniel Rodríguez–. ¿Pero qué otro ingreso tiene el campesino más que la venta de sus productos? Nosotros hicimos un sondeo y lo máximo eran 200.000 pesos mensuales, y eso cuando se los ganan jornaleando porque cuando venden sus productos van a pérdidas.
–A los de la ciudad nos metieron el chisme de que el que tiene que conservar el oso es el campesino –dice Adriana Reyes–, pero nosotros no ayudamos al campesino; al contrario, lo estamos atacando.
–Y resolver eso es fácil si no se corrompe –dice Orlando Feliciano–. Diez millones de colombianos en Bogotá y los alrededores se chupan agua que produce en el macizo Chingaza. Si un porcentaje mínimo de lo que pagan por el servicio se devuelve a la región para que se hagan programas de conservación, se puede lograr un ciclo que incluya a los campesinos.
Feliciano también defiende la idea de una cátedra de vida silvestre colombiana para que los niños en los colegios dejen de dibujar leones y elefantes cuando les preguntan por los animales salvajes. De hecho, muchas de las estrategias más recientes para conservar el oso andino tienen que ver con educación y alternativas económicas reales para quienes viven en el campo.
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La reserva El Páramo limita directamente con el Parque Chingaza con una cerca que está en el piso. Allí, protegido por varios kilómetros de trochas, queda el centro de recepción de fauna silvestre que dirige Orlando Feliciano, un veterinario de la Universidad Nacional. Él me recibe en una rústica cocina rodeada de bosque, justo al lado de un salón donde guarda varios guacales. Está preocupado porque le acaban de anunciar que vieron a un oso cerca del casco urbano de Fómeque, pero al final todo resulta ser una falsa alarma.
Desde hace treinta años Feliciano decidió trabajar con osos, jaguares, cóndores, dantas, tigrillos, lechuzas y muchos otros animales que a diario incautan o encuentran las autoridades ambientales. Su objetivo es simple: recuperarlos y volverlos a soltar en lugares seguros.
Fotografía: Ángela Parra-R / Cortesia PNN Chingaza
–El primer oso con el que trabajé directamente fue en 1994 –recuerda–. Fue en el alto del Tigre, bajando a Villavicencio, cerca de Guayabetal: el oso pisó una mina y se voló una parte del pie.
Feliciano habla con frialdad, remitiéndose a los datos más técnicos.
–¿Una mina?
–Eso pasó en una montaña donde había una antena repetidora y un destacamento del ejército. Era una época dura y solo se podía llegar por vía aérea, pues la carretera estaba minada por seguridad. A ese oso le hicimos una radiografía, le cuidamos la herida porque era abierta y finalmente lo llevamos a Chingaza. Allí se curó, se rehabilitó y se liberó.
Dos o tres veces por semana él recibe llamadas relacionadas con fauna silvestre. Desde un oso cachorro que encuentran en la finca de un campesino hasta coatíes bebés que incauta la policía. El último caso que atendió, cuenta él, fue el de un ocarro, un armadillo gigante que se apareció en Medina, Cundinamarca.
–¿Qué tan lejos de aquí están los osos? –le pregunto.
–Estamos a doscientos o trescientos metros. Ahorita mismo hay ocho osos, incluyendo uno que está yendo y viniendo por toda la reserva.Sabemos que ese oso podemos llevarlo al bosque y que no se va a ir a las casas porque cuando lo ve a uno, sale corriendo. Ya tiene el comportamiento de un oso silvestre.
A pocos metros de la casa principal hay una construcción donde se guarda la comida de los animales. En el lugar hay una nevera con carne para los felinos y varios cajones llenos de ciruelas, zanahorias, manzanas, peras, bananos y patillas para los osos.
–Mi criterio para darles alimento a los osos es que las frutas estén tan buenas como para comérmelas yo –dice.
Feliciano empieza a cortar una zanahoria en pedazos grandes mientras me da instrucciones de echar ciruelas con un platón en cada uno de los baldes que usa para llevar la fruta.
–¿Puedo ir con usted a alimentar a los osos? –me animo a preguntar.
Orlando duda un momento, saca una patilla y empieza a cortarla en cuartos.
–Listo. Me puede acompañar, pero no puede tomar fotos. Y tampoco puede hablar si los osos están cerca.
Los recintos donde se encuentran los osos están escondidos entre los arbustos del bosque. Hay uno que destaca entre todos: un campo de 3.000 metros cuadrados donde están tres osos en etapa de recuperación. Lo rodea una malla de tres metros de altura y uno de cableado eléctrico, que evita que los se trepen para escapar. Adentro, unos arbustos raquíticos sobreviven en medio del barro, ya gastados por las mordidas de los animales.
–Mi idea es construir aquí un santuario de osos con 15 recintos así. El terreno podría recuperarse mientras los osos están en otro recinto y los osos estarían mucho más cómodos. ¿Pero sabe cuánto me costó este? 120 millones de pesos.
Los osos nos miran con recelo y acercan el hocico a la reja, para intentarnos oler. Orlando agarra un pedazo de zanahoria y lo lanza por encima de la cerca. Yo hago lo mismo y entonces empiezan a caer cerca de los osos muchos pedazos de piña, pera, manzana, patilla. Ellos los recogen con las garras, los huelen y sin ningún afán los empiezan a comer.
Cuando acabamos volvemos por más baldes llenos de fruta y nos dirigimos a otros recintos. Orlando cuenta que cada día un oso en recuperación se come un poco más de diez kilos de fruta. Eso, cada semana, se traduce en un mercado de dos millones de pesos. Parte de su trabajo es gestionar los recursos para poder seguir funcionando, y eso no siempre resulta fácil.
En otro recinto, este del tamaño del área de un campo de fútbol, dos osos machos se persiguen mientras uno lanza gritos tristes y en el último que me permite visitar vive una osa con una gran marca en la frente. Cuando nos ve llegar con las frutas, empieza a emitir un gruñido sutil, como un ronroneo. Ella no puede volver al bosque: fue rescatada de un circo donde le amputaron las garras.
–Ese sonido lo hacen las hembras para llamar a sus crías –dice.
–Orlando, ¿qué tanto se demora un oso para volver al bosque?
–Pueden ser años –responde–. La idea de la recuperación consiste en romper con el vínculo oso persona, pero en estas condiciones es difícil porque un oso no es bobo. El man reconoce a la persona que le llevó de comer y asocia la presencia humana con alimento. Hemos visto que algunos comienzan a tenerles confianza solo a los trabajadores del sitio, pero no es con todo el mundo. Cuando vemos que el animal está listo para liberarse, se le hace un manejo diferente: le dejamos la comida para que la busque y si nos lo encontramos en el bosque, lo espantamos para que vea que la cercanía humana es una amenaza. También le cambiamos la fruta por puyas, palma y cogollos, para que el man sepa qué es lo que tiene que comer.
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–Tal vez le suene estúpida la pregunta, ¿pero por qué hay que conservar el oso?
Esa pregunta se la hice a casi todos los que participaron en este reportaje. La mayoría daban respuestas científicas y ecológicas.
Fotografía: Juan Pablo Rueda / Agradecimiento Zoológico de Cali.
Ángela Parra explica que el oso andino es una especie sombrilla y que por ser uno de los principales mamíferos de los Andes, conservarlo a él implica esfuerzos para coordinar el bosque altoandino y el páramo, la pureza del agua, la vegetación nativa de la zona y las especies con las que se relaciona. Orlando Feliciano, por su parte, explica que ahora que se están acabando los insectos por culpa de los fertilizantes, el oso cumple el papel de llevarse el polen en el pelo y polinizar algunas especies vegetales del bosque. Y Daniel Rodríguez añade que cuando el oso se alimenta de los frutos del laurel, se cuelga de las ramas para partirlas y al hacerlo parte el techo del bosque: “Cuando entra la luz, las plantas que están empezando a germinar pueden crecer y así nace un nuevo árbol”.
Sin embargo, la mejor respuesta la dio Adriana Reyes:
–Al oso hay que protegerlo porque está vivo.
Los planes de conservación del oso están empezando a pensar en articular varias instituciones a través de estudios científicos, trabajo con comunidades y apoyo de las empresas privadas. La idea es lograr proteger al oso en todo el país.
Pero para escribir planes concretos falta información. Nadie se atreve a decir el número de osos andinos que existen en Colombia. El único que se atrevió a dar una cifra fue Daniel Rodríguez, de la Fundación Wii, que después de un estudio con cámaras trampa en el área que rodea el Parque Chingaza hizo un cálculo de densidad de población que le arrojó un resultado de 1,9 osos por cada 100 km cuadrados:
–No sé si esté bien o si esté mal, pero es el único estudio de densidad de población de osos que actualmente se ha hecho en Colombia y el resultado dice que en esa área hay más o menos 120 osos… A ojo de buen cubero.
Robert Márquez, por otro lado, explica que WCS está trabajando de la mano con Parques Nacionales en el primer proyecto nacional para medir la densidad de ocupación de los osos andinos en zonas claves de Colombia. Ese sería el primer paso para acercarse a un estimado de población nacional:
–Uno de los grandes inconvenientes es que ningún área protegida de Colombia tiene el tamaño necesario para conservar la especie. Sin embargo, hay al menos ocho sitios donde estamos seguros de que el oso andino, si se mantienen las condiciones actuales, va a durar para siempre. Y de esos ocho, sabemos que si hacemos el manejo adecuado en cinco, podemos garantizar su conservación.
El programa incluye la creación de cinco áreas inmensas que encadenan varios parques nacionales: en las tres cordilleras del país. Una de ellas, por ejemplo, une los parques Chingaza, Sumapaz y serranía de los Picachos y otra, en la cordillera Oriental, engloba a Tatamá, Farallones de Cali y Munchique. Robert explica que durante los próximos cinco años, instituciones como WCS, Parques Nacionales y el Instituto Humboldt, apoyados por varias empresas privadas, estarán haciendo proyectos de monitoreo para establecer cuántos osos andinos hay en Colombia y estudios genéticos para entender si las poblaciones de osos realmente están bien.
Son muchos los esfuerzos individuales encaminados hacia en la conservación de la especie. Algunos, incluso, piensan en soluciones a largo plazo que prevén escenarios más complicados. Carlos Galvis, biólogo del Zoológico de Cali, explica la importancia de Ahni –una hembra que nació allí hace tres años– para los osos andinos bajo cuidado humano. Los zoológicos intentan mantener una población paralela a la silvestre y partir de un analásis genético que se incluye en un plan de manejo de poblaciones y la Asociación Americana de Zoológicos –de la que hace parte el Zoológico de Cali– sugiere que ella sea trasladada a Filadelfia para reproducirse con un macho que está allá. Sin embargo, para salir del país, Ahni necesita un permiso y Carlos no deja de estar ansioso porque en el momento de cerrar este artículo, aún no lo había recibido.
–Yo entiendo que son leyes para evitar el tráfico ilegal, pero uno se angustia porque lo ideal sería que esta hembra logre encontrar una pareja reproductiva. Solo así podría contribuir al manejo de la población de osos que cuidamos en los zoológicos y a la conservación de su especie –dice Galvis.
Para él los osos bajo cuidado humano serían como un arca de Noé. En caso de una extinción inminente, estos individuos podrían reintroducirse a la vida silvestre y volver a poblar. Es una solución extrema, un as bajo la manga, pero es mejor tenerlo disponible.
Afortunadamente, ese escenario resulta hipotético. Es posible salvar al oso y quienes trabajan con la especie lo saben bastante bien. Julián Zamora, por ejemplo, nació en la vereda Mundo Nuevo, de La Calera, y mientras recorremos Chingaza en una todoterreno recuerda que solo tenía 10 años cuando vio su primer oso. A él le gustaba salir a caminar, ya fuera con amigos, solo o con sus hermanos, que subían hasta el páramo a buscar las vacas. Ahora él trabaja con Parques Nacionales y su familia lleva casi diez años sin llevar ganado a los bosques.
–Yo tenía 16 años y mi hermano me había regalado mi primer ternero. Un día me dijo que lo acompañara a buscar el ganado, pero cuando llegamos al predio vimos a un oso negro y grande que justo se había comido a mi ternero. Cuando lo vimos, el oso se trepó a un árbol y se quedó ahí quieto, mirándonos. Entonces mi hermano sacó la escopeta y empezó a apuntarle.
Julián, que hoy tiene 28, hace la mímica de apuntar hacia un árbol y mira hacia el vacío hasta que el silencio se vuelve incómodo.
–Mi hermano le estuvo apuntando por un rato, hasta que bajó el rifle, lo desarmó y me dijo: “¡Vaya recoja esas vacas y bájelas a la vereda”. Yo estaba molesto porque era mi ternero… Y pues uno de dieciséis años se emociona con esas situaciones, pero él estaba bravo y no le dije nada hasta que llegamos a la casa.
En ese punto, Julián sonríe.
–Cuando estábamos comiendo, ya me animé y le dije: “Oiga, Tulio. ¿Usted por que no mató al oso?”.
El hermano de Julián se levantó de la mesa, lo miró fijo a los ojos y le dijo tajante:
–Porque cuando mi hijo esté grande y pueda llevármelo a caminar por el páramo yo prefiero decirle “¡mire, allá va al oso!” y no “mire, aquí fue donde lo maté”.
JOSÉ AGUSTÍN JARAMILLO
REVISTA DONJUAN
EDICIÓN 139 - SEPTIEMBRE 2018
Revista Don Juan
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