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Historias

El Narcobodegazo

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Foto:

Reclinada y desnuda, casi blanca, una mujer miraba hacia una de las mesas desde la pared que la sostenía. Era gorda, voluminosa y había sido pintada al óleo. Sobre una tela y entre un marco dorado –derruido, golpeado por los años– la imagen miraba a dos hombres que escuchaban a una mujer de carne y hueso. Estaban sentados y uno de ellos miraba sin convicción el catálogo que la empleada de la Unidad de Gestión de Ventas de la Dirección Nacional de Estupefacientes, les había acercado.
–No todas están a la venta –explicó ella con voz dulce, clara. Afuera una lluvia silenciosa golpeaba la fachada del edificio gris–, hay varias que aún no han sido avaluadas y otras obras que se encuentran en proceso de extinción de dominio.
Los hombres se miraron e intercambiaron palabras, sonrisas. Como dos jugadores del mismo bando se pasaban mensajes mediante gestos. Alonso, vestido con traje azul claro, levantó los ojos del catálogo de obras de arte y joyas que sería subastado a finales del mes de octubre, en el segundo piso de ese mismo lugar. Miró a su alrededor –oficinistas que iban de un lado a otro, cuadros de Manzur, Villegas, motos incautadas a varios narcotraficantes– y dijo:
–Lo que me llama la atención no está a la venta. Me gustan algunos cuadros de Caballero y de pronto El cóndor, de Alejandro Obregón, pero tengo mis dudas. La única persona que podría darme un certificado de la originalidad de esa obra es Diego Obregón, pero si no me la da… Es una lástima no poder ver el cuadro, porque al verlo yo me daría cuenta de si es o no legítimo, pero viendo una foto resulta muy difícil.
Claudia Hurtado, coordinadora de ventas de vehículos y obras de arte del DNE, intentaba persuadirlo de que todas las obras pasaron por los ojos de un experto y que habían sido evaluadas y avaluadas por medio de Apra (Avaluadores Profesionales Asociados), empresa que delegó a Efraín Ricardo Uribe –arquitecto, curador, avaluador de arte– para encargarse de realizar la ficha técnica con comentarios curatoriales y una explicación de los criterios de avalúo de las obras incautadas a varios narcotraficantes colombianos desde finales de los años noventa hasta el día de hoy.
Sin título. Autor: Chazos. 1994. Óleo sobre lienzo.
–Yo a ese señor no lo conozco, ni a la empresa Apra. Y pienso que avaluar un cuadro como ese –inclinó la cabeza a su derecha y señaló con la boca un óleo sobre tela de Arcadio González que descansaba sobre la pared– en 400.000 pesos es desconocimiento por parte de la persona encargada, el solo marco vale mucho más que eso.
Recorrió con su mirada todo el lugar y se detuvo ante un cuadro de Villegas que reposaba en una columna del segundo piso de la sala de ventas. Lo miró en silencio, lo reconoció. –Ese cuadro fue mío. Lo tuve en 1994. Los cuadros, como las acciones, cambian de dueño. Ese Villegas lo vendí yo en esa época en cinco millones de pesos, hoy debería estar en dieciocho.
–Es La batalla, de Antonio Morales –espetó Claudia con voz dulce, emocionada–, está con un precio base de remate de siete millones.
– ¿La batalla? –Interrumpió el galerista–. No, eso es mentira, ese cuadro no se llama así, no recuerdo cómo se llama, pero estoy seguro de que eso está mal, ese no es el nombre.
Germán, el otro hombre, sentado en medio de la mujer y de su compañero, lo imitó y observó el cuadro. No agregó nada, pero movió la cabeza afirmativamente y terminó con un gesto de incredulidad en su cara. De nuevo, con los ojos puestos sobre la mesa, pasó páginas sin demasiado interés hasta que se animó a hablar.
–Obras de arte, joyas, inmuebles…, a mí la verdad me da algo de susto comprar no los cuadros, pero sí una casa o un apartamento, que alguien siga apegado a algo que le fue quitado y aún se sienta su dueño…
–Sí, con las propiedades no me arriesgaría, pero el arte es otra cosa. Esa gente compró cuadros y pase lo que pase esos cuadros están ahora acá. Es una inversión. Comprar carros no, ni muebles, ni casas, porque en este caso por la procedencia no sé qué tan bueno sea, pero el arte sí, es nuestra cultura y la cultura de un país no se puede frenar.
Harley-Davidson Softail. Su precio y datos del dueño son desconocidos.
La señorita Hurtado, atenta a la conversación, decía que no se debían preocupar por esos motivos, que todos los bienes eran ahora del Estado y estaban saneados, que ellos, si se animaban a participar en la subasta, no le estarían comprando nada a la mafia ni a la delincuencia sino –enfatizó una vez más– al Estado. Al Estado, dijo, y ellos sonrieron –sonrieron– sin dejar de mirar los cuadros, próximos a despedirse.
*    *    *
Los días previos a la subasta transcurrían así: los asesores de ventas y oficinistas del DNE mostraban catálogos de un lado a otro, explicaban, persuadían, daban precios, hablaban de la oportunidad de comprar a bajo costo obras de arte, accesorios, artículos decorativos, muebles, carros, casas, edificios, lotes. Los posibles clientes abrían los ojos, preguntaban, dudaban. Entre los bienes que ofrecían había inmuebles en Barranquilla de los esposos Nasser Arana, en Medellín de los hermanos Moncada, en Cali de los Rodríguez Orejuela, joyas de Elisabeth Montoya de Sarria –la Monita Retrechera–, cuadros que pertenecieron a Víctor Patiño Fómeque, un reloj Rólex falso que perteneció a Raúl Reyes y que se ofrecía a un precio base de veinte mil pesos. Sin embargo, esa información nunca la daban, ellos mismos la ignoraban, preferían concentrarse en vender, olvidar el pasado ofreciéndole confianza al futuro comprador.
–Había unos retratos de la Monita Retrechera acá pero los mandé retirar –exclamó Clara Inés Saldarriaga, gestora de la unidad de ventas–, por una cosa de energías, como ella hacía magia negra prefiero no tener esos cuadros acá.
Los curiosos –que entraban, que salían–, atentos ante algún vendedor, movían los ojos como espectadores de un partido de tenis, a la derecha para mirar al vendedor que se encontraba dándoles la información, a la izquierda para tratar de escuchar a Clara Saldarriaga, que hablaba con celeridad, con voz fuerte mientras caminaba hacia su oficina.
–El objetivo es que la gente pierda el miedo a comprar cosas que ya están “extintas” y saneadas. Pero a la gente le gana el miedo de saber que fueron de mafiosos.
De la mano de Saldarriaga fue creada la unidad de ventas del DNE a inicios de 2013, sin otra intención que la de ofrecer un catálogo amplio de bienes incautados aprovechables para que todos los interesados puedan hacer una oferta y comprarlos. Los bienes pertenecen al Fondo para la Rehabilitación, Inversión Social y lucha contra el crimen organizado (FRISCO) y el DNE los administra.
–El cóndor, de Obregón, va a estar peleado –dijo Claudia Hurtado, luego de escuchar a su jefe–, va a haber puja por ese cuadro, siempre los que vienen preguntan por él.
–El cóndor, los Villegas y los Arcadio –le respondió Clara Inés–, esos son los más apetecidos. Y el Rólex con diamantes.
Sin título. Autor: Chazos. 1994. Óleo sobre lienzo.
Los que escuchaban preguntaron por el reloj y por algunas otras joyas que se ofrecían. La atención se concentró en el Rólex de oro de dieciocho quilates que tenía el tablero y el pulso de diamantes, con un precio base de remate de $13’333.333, y en un anillo para hombre de oro de dieciocho quilates con un diamante talla radiante avaluado por $45’205.904. Luego de ver las fotos, porque las joyas no se encontraban ni se encontrarán jamás en el DNE –están bajo cuidado especial en el Banco de la República–, los interesados volcaron el asombro ante las fotos de unos cuadros de Luis Caballero, un óleo sobre lienzo avaluado por setenta millones de pesos y una técnica mixta sobre sustrato de papel entelado especial por noventa millones. Además, había un grabado de David Manzur de doce millones de pesos que, al igual que otros cuadros del pintor caldense y los Armando Villegas que reposaban en las columnas y los Alejandro Obregón –El cóndor, que miraron y admiraron, y El volcán–, pertenecieron a Víctor Patiño Fómeque, alias el Químico, quien inició sus alianzas con el narcotráfico en 1985 y se convirtió en uno de los más poderosos capos del Cartel de Cali; fue extraditado en 2002, un año después de que la policía y la DEA lo capturaran en un hotel al norte de Bogotá.
Pero hubo algo más que llamó la atención de los curiosos. Se miraron, exclamaron admirados y sorprendidos hasta robar la atención de alguien más en la sala de ventas. En la foto del catálogo aparecía un óleo sobre lienzo de 44 x 55 cm de Pedro Pablo Rubens, con un avalúo comercial de novecientos millones de pesos, que se encuentra protegido en el Museo Nacional en un cuarto especial, en el que también reposan varios Luis Caballero, un cuadro de Thomas Hudson y las obras de Obregón. El narcotraficante al que se le incautó el cuadro fue Luis Hernando Gómez Bustamante, alias Rasguño, líder del Cartel del norte del Valle del Cauca.
–No está certificado –dice Clara, ante el interés de los visitantes–. Solo la certificación ronda los mil millones de pesos, pero cuando lo certifiquen ese cuadro costará cinco mil millones. Es probable que lo declaren patrimonio.
*    *    *
LAS CIFRAS GOTEBAN DE SUS OJOS.
Las leía en silencio, en voz alta, nuevamente en silencio y las daba a conocer a la audiencia. Un sobre, dos. Los números –los valores– escritos y depositados lenta, íntimamente en sobres de manila, llegaban uno tras otro, hasta los ojos –el asombro– de la mujer. Habían pasado varios días y era la penúltima semana de octubre. En el segundo piso de la sala de ventas de la Dirección Nacional de Estupefacientes se llevaba a cabo la subasta de los bienes incautados al narcotráfico. Tan solo había unos pocos espectadores, que hacían parte de los empleados de la Unidad de Gestión de Ventas y algunos periodistas de medios internacionales como la BBC y The Guardian. Desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde, Clara Inés recibía sobres con ofertas para comprar algunos de los bienes que ahora eran propiedad del FRISCO, cifras que iban desde diez mil pesos por artículos decorativos hasta los cientos de millones por obras de arte y propiedades. La subasta de vehículos –carros recuperables, que en su mayoría se encuentran en malas condiciones– fue declarada desierta porque no hubo oferentes. En cuanto a inmuebles, solo se vendió un local comercial en Barranquilla por el precio base –228 millones de pesos– y uno más en Pereira.
En la sala de audiencias dos hombres escribían sus ofertas y las depositaban en un sobre. La puja que mantenían por un cuadro del artista santandereano Guillermo Spinosa –fundador del Museo de Arte Moderno de Bucaramanga– era un silencio prolongado, una sinfonía inaudible que cubría toda la sala y era interrumpida solo por los obturadores de las cámaras de los periodistas o por la voz de quien recibía los sobres y leía el valor más alto que alcanzaba el cuadro. Los compradores esperaban, perseguían el cuadro desde la quietud de la silla. En la sala uno de ellos habló, luego de que le adjudicaran un segundo cuadro de Spinosa. Sonreía triunfante ante la adquisición.
–A mí me interesaban estos cuadros y me los llevo. Pensé que iba a venir más gente, pero mejor para mí. Es un artista que me gusta mucho y que conozco. Me los llevo para mi casa a muy buen precio.
Sin título. Héctor Ayala. 1973. Óleo sobre lienzo con retoques. $1'500.000.
Héctor Díaz, sin dejar de sonreír, firmaba el acta de la adjudicación que le entregó Claudia Hurtado. Al igual que los cuadros de Spinosa, Héctor también se llevaría dos obras del artista tolimense Arcadio González –reconocido por su técnica de brocha de aire o aerógrafo–, cada uno por un valor de 400.000 pesos, porque no hubo más interesados. Los cuadros de Arcadio pertenecieron a la Monita Retrechera, asesinada en su apartamento en 1996 mientras esperaba a dos santeros cubanos que eran sus gurús. A Elizabeth Montoya le depositaron en el cuerpo catorce balazos con una subametralladora nueve milímetros por ajuste de cuentas por el proceso 8.000 y las relaciones entre narcotraficantes y políticos del Partido Liberal. Intermediaria entre los dos, la Monita Retrechera buscaba fortalecer la campaña de Ernesto Samper. A ella le fueron incautadas cuarenta y nueve propiedades, entre las que estaban la Discoteca Confetis, el Hotel Marazul Resorts, en San Andrés, y la Hacienda Lady Di, en donde su dueña tenía los mejores caballos de paso fino del país y en la que se encontraba un picadero cubierto en donde se organizaban mítines secretos.
Dos cuadros esperaban una nueva puja, los dos Villegas, que reposaban días atrás en las columnas. Luego de diez lances, fue Héctor quien se llevó uno de los cuadros. El otro fue adjudicado a Jaime L., un aficionado al arte que vio en la subasta una buena oportunidad para adquirir buenas obras sin pagar los altos precios de las galerías.
–Me interesó venir –balbuceó Jaime mientras firmaba el acta–, porque uno no tiene la capacidad de ir a comprar a una galería donde las obras son costosísimas. De acá me llevo este cuadro por un poco menos de ocho millones. En una galería no bajaría de veinte o veinticinco.
Sin título. Autor: Chazos. 1994. Óleo sobre lienzo.
Entre los demás compradores que acechaban la sala, estaba Paula Silva quien iba en representación de Infolaft, una empresa de consultoría en todo lo referente al tema de lavado de activos, que ofrece servicios de capacitación a empresas y entidades bancarias. La firma compraría artículos decorativos, cuadros de vírgenes sin ningún valor artístico y algunas joyas, con el fin de enriquecer un museo que tienen sobre objetos que pertenecieron al narcotráfico.
Llegaba el final de la tarde y la sala estaba –siempre lo estuvo– más sola que en horas de la mañana. Los periodistas de los medios internacionales se habían marchado y no había ni un solo espectador. Dos compradores más se desparramaban sobre las sillas hasta que fueran llamados por Clara Inés para empezar con la subasta que les correspondía. Un hombre y una mujer. Él adquirió por ochocientos mil pesos una serigrafía del pintor italiano Germán Tessarolo y ella firmó el acta del cuadro que, como otros, no fue tan apetecido como se esperaba: El cóndor, de Alejandro Obregón, comprado por Édgar G., un coleccionista a quien ella representaba y que se llevó el cuadro por el precio mínimo, porque no tuvo más oferentes interesados.
–Es que la gente prefiere dejar que la subasta pase –dice Clara Saldarriaga, mientras baja las escaleras para dar con su oficina–. No les gusta boletearse, para ellos es mejor venir después y hacer una propuesta ellos solos, a sobre cerrado. La subasta había finalizado y la puja inexistente por los cuadros de Obregón, de Arcadio, por el Rólex de oro –por el que solo ofertaron dos personas: la mujer que representaba a Édgar G., y un señor llamado Hernando, que extendió su oferta hasta dieciséis millones–, dejó un aire de insatisfacción en las oficinas del edificio, de soledad, de silencio y de lluvia, que caía –que seguía cayendo pasados los días– sin perturbar, sin decidirse a golpear con furia los tejados.
–Falta mucho todavía para que la gente conozca qué estamos haciendo –remató Saldarriaga en su oficina–, que entiendan que esto es para todos y que están comprándole al Estado y que esa plata será para inversión social.
El Estado, decía ahora ella, y ya no hubo risas.
Fotografía: Sebastián Jaramillo
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