En este portal utilizamos datos de navegación / cookies propias y de terceros para gestionar el portal, elaborar información estadística, optimizar la funcionalidad del sitio y mostrar publicidad relacionada con sus preferencias a través del análisis de la navegación. Si continúa navegando, usted estará aceptando esta utilización. Puede conocer cómo deshabilitarlas u obtener más información aquí

¡Hola !, Tu correo ha sido verficado. Ahora puedes elegir los Boletines que quieras recibir con la mejor información.

Bienvenido , has creado tu cuenta en EL TIEMPO. Conoce y personaliza tu perfil.

Hola Clementine el correo baxulaft@gmai.com no ha sido verificado. VERIFICAR CORREO

icon_alerta_verificacion

El correo electrónico de verificación se enviará a

Revisa tu bandeja de entrada y si no, en tu carpeta de correo no deseado.

SI, ENVIAR

Ya tienes una cuenta vinculada a EL TIEMPO, por favor inicia sesión con ella y no te pierdas de todos los beneficios que tenemos para tí.

Historias

La Venezuela que extrañan los venezolanos

IMAGEN-16846276-2

IMAGEN-16846276-2

Foto:

Nadie nos pidió que nos fuéramos, sin embargo, hoy en día somos más de dos millones de venezolanos fuera de nuestro país. A diario, como inmigrante en Bogotá, me encuentro con opiniones de todo tipo: hay quienes consideran que venimos a Colombia a robar, quitarle el trabajo a los colombianos o prostituirnos; algunos nos culpan hasta de haber elevado los precios de los arriendos en la ciudad. Lo cierto es que existe una paradoja que se repite en los migrantes venezolanos: ni nosotros queremos, ni nadie nos obliga a irnos, pero igual nos vamos. ¿Por qué?
La razón es simple: nostalgia. Cualquier venezolano mayor de veinte años tiene al menos un recuerdo lejano (y sin embargo luminoso) de cómo era el país antes de la llegada de Hugo Chávez al poder en 1999. Incluso algunos colombianos, sobre todo los más viejitos, se acercan a hablarme con tristeza de la opulencia de mi país en sus años: los colombianos viajaban a Venezuela para comprar cafeteras italianas, dulces americanos, invertir, hacer negocios y ver televisión a color. Caracas era considerada la puerta a América Latina. Todo este imaginario que circundaba a mi país en los 80 es apenas comparable con el país que dejé hace tres años, en donde mis hermanas y yo nos alegrábamos si encontrábamos desodorante en el supermercado.
Ahora, Venezuela se hunde en un silencio profundo e insular. La comunidad internacional se aleja, como si, de pronto, nuestras fronteras se ensancharan. El petróleo y las relaciones diplomáticas parecen fortalecer el silencio dentro y fuera del país. Todos tienen una opinión, pero se quedan peligrosamente callados ante nuestras exigencias, en cada votación de la OEA, en cada rueda de prensa.
Cayo de Agua, una pasarela natural.
Mi país se queda solo con sus problemas, sus carencias y su incapacidad de comunicar aquello que sucede en el territorio. Las noticias que llegan a la televisión internacional no dan cabida para cubrir lo que significa vivir en un país quebrado desde sus cimientos: las imágenes de las largas filas para comprar comida no dicen suficiente, callan la sensación incomprensible de ser testigo de una gran desgracia.
La nube que nos rodea también opaca el patrimonio que una vez representó mi país: los grandes pensadores, las voces de la literatura, nuestros artistas plásticos y la belleza natural venezolana se esconden con timidez ante la crisis. Personalidades del peso de Arturo Uslar Petri, quien nos advirtió sobre el petróleo mucho antes de que este fuese un problema, o Simón Díaz, el cantautor que reinterpretó la precariedad del llano y poetizó nuestra identidad, están perdidos en el mar de información que rodea a Venezuela. Mientras Latinoamérica alcanza su madurez vial y arquitectónica, filosófica e intelectual, el país que alguna vez llevó la batuta del progreso se encuentra atrás, muy atrás, porque nadie tiene el tiempo para pensar si no tiene qué comer.
Nuestra naturaleza también sufre los males de la falsa revolución. El Parque Nacional Canaima, hogar de la caída de agua más alta del mundo, se encuentra bajo la amenaza de la minería ilegal, mientras el gobierno calla y no hace nada, dos de sus actividades favoritas. Nuestras aves, que conmovieron al chileno Pablo Neruda, están siendo cazadas por personas que tienen hambre y no tienen qué comer.
El mismo país que en 2005 celebró la abolición del analfabetismo en todo el territorio nacional, hoy observa su niños dormirse en clases porque no desayunaron antes de ir al colegio ni cenaron la noche anterior.
La grandeza de la Venezuela que yo conocí no merece el país que dejé hace tres años.
Arturo Uslar Pietri
Un paseo por Caracas le daría a usted, lector, un panorama de lo que quiero decir. Aún después de tanta recesión económica, la capital venezolana permite que se aprecien los vestigios de una época dorada, en la que sus edificios resplandecientes, sus autopistas y sus museos hablan de una ciudad que se preparaba para un crecimiento que nunca llegó, truncado por las olas de migración que, desde 1999, han desintegrado familias enteras, historias personales y recuerdos de otro tiempo.
El cambio del país lo vimos nosotros, aquellos que crecimos en la transición. Mi país cambió como cambiaron nuestros cuerpos, no sólo por la crisis económica y la inseguridad que fue coartando nuestras salidas, sino por la huida constante de los viejos amigos, que poco a poco empezaron a migrar. Así, la nostalgia que nos circunda es también parecida a aquella que se siente por los recuerdos de la infancia: Venezuela es también un lugar que no volverá, porque quienes componían el recuerdo de los mejores años están desperdigados por el mundo, sin retorno posible.
Como decía Alí Primera, cantautor venezolano de los claveles rojos: "Yo vengo de donde usted no ha ido", lector, porque usted no conoce mi país ni podrá conocerlo. El país de donde yo vengo se fugó y se sigue fugando en Maiquetía, despidiéndose de los suyos en las baldosas de Cruz-Díez. He aquí lo realmente duro de tener un gobierno que no nos representa como nación: las familias que se separan todos los días dan cuenta, en silencio, de una incapacidad generalizada en los altos mandos venezolanos.
Arepa reina pepiada, uno de los manjares preferidos de los venezolanos. 
Ningún artículo podrá hacerle sentir a usted, lector, la sensación de que su hogar se escapa por el hueco del fregadero. Si usted se ha ido de su país obligado, entenderá a la perfección a qué me refiero. No se puede transferir la nostalgia tan arrolladora que nos obliga a irnos, dudosos por no poder conciliar el recuerdo infantil de Venezuela con el presente. Si usted quisiera, podría ensayar ciertos ejercicios para ponerse en nuestros zapatos: tomar el café de un solo golpe, caliente y sin saborearlo; prohibirse volver a ver a sus abuelos; demoler la casa donde creció o poco a poco olvidar su propio número de teléfono. Y esto no ayudaría en nada. Seguimos yéndonos aturdidos a países que no conocemos, huyendo de un país que, aunque propio, se hace cada vez más desconocido, y usted sigue sin entender.
Si quiere saber más del autor, sígalo en twitter: @navarrocejas
icono el tiempo

DESCARGA LA APP EL TIEMPO

Personaliza, descubre e informate.

Nuestro mundo

COlombiaInternacional
BOGOTÁMedellínCALIBARRANQUILLAMÁS CIUDADES
LATINOAMÉRICAVENEZUELAEEUU Y CANADÁEUROPAÁFRICAMEDIO ORIENTEASIAOTRAS REGIONES
horóscopo

Horóscopo

Encuentra acá todos los signos del zodiaco. Tenemos para ti consejos de amor, finanzas y muchas cosas más.

Crucigrama

Crucigrama

Pon a prueba tus conocimientos con el crucigrama de EL TIEMPO