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Historias

ALEJANDRO GAVIRIA

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 Desde cuando se posesionó como rector de la Universidad de los Andes, Alejandro Gaviria no ha tenido un minuto libre. “Le confieso que estoy preocupado”, dice con su voz pausada, de acento paisa. “Cuando estaba en el ministerio tenía al menos cuarenta minutos para sentarme frente al computador y reflexionar, pero aquí no hay tiempo. Y para mí es importante tener esos espacios”.
Gaviria es un intelectual humanista y profundamente liberal. Nació en Santiago de Chile porque su papá, en los sesenta, estaba allá estudiando estadística, pero creció en Medellín. Es economista e ingeniero, trabajó en el Banco Interamericano de Desarrollo, fue el ministro de Salud durante casi todo el gobierno de Santos y levantó fuertes discusiones por defender públicamente, entre otras, la legalización de la marihuana y el acceso al aborto. Lo apasiona la literatura y ha escrito columnas en varios periódicos y revistas de Colombia. Está sentado a la cabecera de una mesa grande que hay en su oficina, diagonal a su escritorio y a un mueble lleno de libros que ya adornó con fotos de su familia. Atrás hay una ventana grande; al costado, un sofá de cuero y una pared llena de mapas del mundo. Para él, volver a la universidad en la que realizó su maestría y en la que fue decano de Economía, en el 2006, no solo es un reto sino una victoria personal: su hijo Tomás cometió un desliz en un evento público en el hotel Tequendama, a comienzos del año pasado, al revelar que el gran sueño de su padre era tener el cargo que ahora ocupa.
Tuvo que poner pausa en el 2017, cuando le diagnosticaron cáncer. Una etapa difícil que dejó consignada en su libro Hoy es siempre todavía. Y aunque la enfermedad parece haber remitido, el miedo continúa latente, está ahí: “Yo estoy bien en este momento. Con mis achaques, pero me siento bien”, dice. “A finales de junio confundí un examen y creí por unas horas que había tenido una recaída masiva. Escribí una pequeña nota en clave borgiana sobre el asunto que llamé La página”. El texto termina así: “En seis meses abrirá de nuevo el libro del destino. Tembloroso leerá la página. Vendrán las interpretaciones. Se revelará su destino nuevamente. Así es su vida. Parece un continuo renacer hasta que la página anuncie lo contrario. Estos días todo ha sido más intenso. Han vivido como mandan los poetas. Nunca se habían abrazado tanto”.
Por el momento, Gaviria recibe felicitaciones por Siquiera tenemos las palabras, un libro sobre libros y lecturas en el que reflexiona acerca diversos temas, que fue uno de los más exitosos en la pasada Feria del Libro de Bogotá. Esta vez habló sobre uno de los temas que más lo apasionan, pero de los que menos le preguntan: la educación.
¿Cómo le ha ido en estos casi dos meses como rector en los Andes? Yo creo que me ha ido bien. Ha sido un tiempo duro, de empalme, de escuchar a los profesores, a los estudiantes, de empaparme plenamente de la universidad, de entender sus problemas y sus reformas, que yo no conocía porque han pasado muchas cosas desde que me fui. Eso sí: es muy intenso el día a día.
Usted viene del sector público y allí se experimenta una marcada desconfianza de la gente hacia las instituciones del Estado. ¿Hay también desconfianza con las universidades? Yo creo que la gente les cree más a las universidades que a las instituciones estatales, pero hoy sí hay una pérdida de confianza en la educación superior. Yo diría, más bien, que hay una pérdida de confianza en el saber experto. Hay un antintelectualismo creciente e, incluso, una tendencia anticiencia que se refleja, por ejemplo, en los padres que no quieren vacunar a los niños o en la negación del cambio climático. Y eso está creciendo, es algo complejo que tiene que preocupar a las universidades.
¿Por qué pasa eso? Hay dos tipos de razones, y aquí estoy especulando. Una es que hay un cambio tecnológico que ha incrementado el poder de las estrategias deliberadas de desinformación. Es lo que dice el historiador Yuval Noah Harari que somos hackable animals, es decir, que nos pueden “hackear” muy fácil el cerebro. Las redes sociales han permitido cosas como las fake news. A mí, por ejemplo, me tocó vivirlo en el Ministerio de Salud con el tema de la vacuna ción contra el virus del papiloma humano: hay una asimetría muy grande cuando uno trata de explicar la seguridad y la eficacia de la vacuna y se enfrenta a quienes están diciendo mentiras. Al final, ellos ganaron el debate porque su mensaje era mucho más claro que el mío, que estaba citando informes científicos.
¿Usaban mentiras para atacar sus argumentos? Claro. Y era mucho más fácil. La otra razón es que las universidades y las instituciones se alejaron un poquito de la sociedad. Se centraron en los diálogos entre especialistas y sus lenguajes se volvieron códigos herméticos. Hace poco estaba con Héctor Abad en la feria del libro de Bucaramanga y, en medio de la conversación, le dije: “Héctor, me voy a inventar una estadística: el 83,7 % de lo que escriben las universidades es ilegible”. Yo creo que estuve bastante optimista en la cifra [risas].
Ahondemos un poco en eso, porque creo que es una percepción generalizada. ¿Hay una desconexión entre la academia y el mundo real? Sí hay cierta desconexión, pero no podemos generalizar. Creo que hay muchos profesores que quieren estar conectados con el mundo real, que sienten esa necesidad, pero es cierto que la academia se ha alejado de la sociedad. Hay una frase de Estanislao Zuleta que leí hace muchos años, habla de la torre de marfil y la bomba de gasolina y dice que esos dos mundos debían juntarse. Vuelvo y repito: el mal más grande que tiene la academia es la excesiva especialización, haber convertido la generación de conocimiento en un diálogo cerrado entre especialistas y alejado del mundo. Voy a hacerle una confesión: en el discurso de posesión, yo mencioné una frase que le atribuí a un colega mío pero que en realidad es mía: “Aquí nadie lee porque todo el mundo está ocupado escribiendo cosas que nadie lee”. Mi papel en los últimos años –y no fue de manera deliberada, lo fui encontrando casi sin buscarlo– fue volverme un divulgador: llevar las ideas de la academia a ámbitos más amplios. Me parece que esa labor es muy importante.
¿Cómo sacar a la universidad de ese “diálogo de sabios” y hacer que sea más práctica? Nadie tiene una respuesta definitiva. Lo que se está viendo es que no va a ocurrir de manera espontánea en las universidades, sino que tienen que generarse políticas para que eso pase: centros interdisciplinarios, convocatorias que obliguen a juntarse a los profesores, centros de innovación que acerquen las universidades al sector privado… Algo tenemos que hacer desde la dirección universitaria. Pero, básicamente, consiste en sacar a los profesores del día a día, juntar los de diferentes disciplinas y tirarlos a la realidad. Esa es la estrategia.
Déjeme preguntárselo de manera directa: ¿no le parece que cobrar 18 millones de pesos por semestre en los Andes es un despropósito? Es muy alto, sí, pero la educación superior de calidad cuesta también. En todo caso, le voy a hacer otra confesión: mi primera gran pelea aquí, que ya empecé a dar en el comité directivo, es la de no aumentar, o al menos no aumentar mucho más en términos reales, el costo de la matrícula. Eso ya no aguanta más. Soy plenamente consciente de que en ese tema la universidad está en un punto de transición; la matrícula, en términos reales, llegó al límite. Y tenemos que financiarnos de otra manera.
¿Y cómo va eso? ¡Ahí vamos! Todavía luchándola.
Muchos jóvenes piensan que no quieren perder cinco años estudiando una carrera, cuando pueden arriesgarse a formar una startup. ¿Cómo hacer para convencerlos de que entren a la universidad? No es fácil, pero tenemos que ser capaces de transmitir tres cosas: una, un sentido de que lo que estamos haciendo va a ser importante; dos, crear la idea de que a la universidad no solo se viene a aprender un conocimiento específico, sino a crear una capacidad de aprender que nos a va dar más flexibilidad a la hora de enfrentarnos a los retos futuros; y tres, que la universidad no es solamente el lugar donde se aprenden ciertas competencias instrumentales, sino un espacio de reflexión sobre el cambio social, sobre la vida, sobre problemas de sostenibilidad y sobre cómo colectivamente queremos crear una mejor sociedad.
Otro de los retos que enfrenta la educación es lo complejo que va a ser el futuro, con la inteligencia artificial. En la actualidad se está hablando de universidades antirrobots, “robot proof universities”. O sea, universidades especializadas en dar unas competencias que no van a ser fácilmente mecanizables o robotizables.
Usted hablaba de Yuval Noah Harari y hay un ejemplo, en Homo Deus, en el que muestra a un algoritmo que crea música clásica y logra conmover a una audiencia. ¿Podrá llegar ese punto en que la inteligencia artificial nos quite lo que nos hace humanos? Hay una frase en el discurso de posesión, medio mamando gallo, que dice que “la humanidad está creando su propia obsolescencia”. No sabemos qué tan rápido vaya a ser esto; lo único que me preocupa es que, ante esa realidad, seguimos haciendo las cosas muy parecidas a como las veníamos haciendo en el pasado. Pero hoy todas las universidades no están enfatizando tanto en los conocimientos sino en las competencias, esto que llaman las competencias blandas. No sabemos perfectamente qué es lo no mecanizable o no robotizable, eso tiene que ser parte en nuestras conversaciones; pero la verdad, hoy en día no tengo una idea muy clara de cómo adaptarnos a esto. No sabemos qué va a pasar, solo que está aquí. La respuesta mía tiene que ver con algo que ya dije, y es la maleabilidad: el capital humano que yo aprendí en el doctorado me duró 20 años, y yo les digo a los estudiantes que a ellos les va a durar 5 o 6 y van a tener que reinventarse. Nosotros tenemos que construir esa capacidad. Es muy fácil decirlo, pero qué significa eso en la práctica es una pregunta abierta que todavía todos tenemos. Un reto muy grande.
Sé que no estaba como rector en ese momento, pero quiero preguntarle qué opinión le merece el despido de la profesora Carolina Sanín… Yo no quisiera opinar puntualmente porque me parece complejo con quienes tuvieron que tomar las decisiones difíciles. Pero le quiero decir lo siguiente: mientras yo esté en la rectoría, esas cosas no van a pasar. Aquí nadie va a ser expulsado por su forma de pensar, por su visión del mundo, sus opiniones o por lo que escriba en Facebook. Esta universidad ha sido pluralista desde el comienzo y lo va a seguir siendo; en eso hay que ser absolutista, ahí no puede haber grietas.
De hecho, en su discurso de posesión habló de pluralidad e hizo énfasis en que la universidad debía ser un espacio para debatir verdades incómodas. Se lo voy a decir de la siguiente manera: las universidades también son contradictorias porque suelen ser muy adeptas a criticar la sociedad, a opinar sobre el cambio social, pero también muy conservadoras cuando esa crítica se vuelca sobre sí mismas. Las universidades tienen que ser capaces de tolerar la crítica que hacen sus propios miembros y la comunidad, o si no, todo lo que decimos sería carreta.
¿Será que como sociedad nos hace falta ser más abiertos a la crítica? La crítica es difícil, pero yo creo que sí, tenemos que aprender a vivir con la crítica, con la deliberación democrática. Las virtudes republicanas que tanto promulgamos los liberales sobre la tolerancia y el respeto no son instintivas, no las tenemos como características de la especie: es una forma en la que nos domesticamos como seres humanos. Y eso tiene que ser una cantaleta permanente porque no es fácil. Las universidades en el mundo también se están volviendo un poco hostiles ante algunas opiniones, y la libertad de expresión comienza a ser vista, sobre todo cuando toca aspectos sensibles, como un problema. Ahí hay otro debate.
Hace poco vi un video de Maluma llorando por adquirir un avión privado. ¿Cómo luchan las universidades contra ese imaginario de que el éxito es lo mismo que la plata? Es muy difícil. Mire, cuando vi el video de Maluma lo que pensé, desde un punto de vista individual, fue: “Qué bueno estar por fuera de esa esclavitud, qué bueno que a mí me importe un culo tener un avión y que ese no sea uno de los objetivos de mi vida”. De alguna manera ahí hay una libertad. Voy a sonar un poco mamerto, pero qué bueno es no desear casi nada material. Creo que incluso con estos temas materiales hay una ética del minimalismo. Yo no pensaba así hace un tiempo, lo pienso más ahora, pero también soy un liberal y los liberales tenemos ciertas dudas sobre predicar demasiado. Por eso, decir “usted debe vivir de esta manera o de otra” también es complicado. Es cierto que las universidades deben promover ciertos valores, y la ética es uno de ellos, pero una universidad liberal como los Andes no se puede volver el púlpito que defiende una forma de vida como la que quiero vivir yo. Creo que hay un límite en lo que pueden hacer las universidades; de pronto la universidad espera más de nosotros; cambiar completamente la cultura de la sociedad o promover otros valores es importante, pero quizás eso no está en el ámbito de lo que podemos hacer.
Para terminar, hablemos del cáncer. ¿Qué le dejó la enfermedad? ¿Aún hay miedo? Tengo miedo, por supuesto. Cuando se aproxima cada examen, siento angustia. Pero tengo también, por lo menos en ciertos momentos, alguna tranquilidad. La ecuanimidad ante la muerte hace parte de mis nuevas responsabilidades. He tenido una vida interesante, he amado y he tenido que aportar algo. Uno no debería pedir mucho más.
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