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Violeta Bergonzi, entre las estrellas

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Foto:

 Tiene unos pantalones camuflados para el desierto y unas gigantescas botas negras de cuero, una camiseta de Tintín –el héroe de cómics belga– y mira a la cámara mientras sostiene firme su escopeta Beretta calibre 12. Cada fin de semana se toma una foto igual y la sube a su Instagram. En un mundo donde impera la corrección política, posar orgulloso con un arma es moverse en el filo de una navaja, pero a ella no le importa: está orgullosa de ir al campo de tiro a partir platos a punta de disparos para afinar su puntería y llegar, algún día, a participar en una competencia. “Me insultan en Instagram por hacerlo, pero a mí no me importa: yo no cazo ni mato a nadie. ¡Y me encanta!”.
Violeta Bergonzi nació en Francia y vivió allí hasta que tenía diez años. Cuando piensa en ese país se acuerda de sus vacaciones en Bretaña, con su papá, un físico nuclear que suele tener listo un telescopio para intentar observar los satélites o las estaciones espaciales en el cielo lleno de estrellas. En los pueblos de esa región, donde vivieron sus abuelos, aprendió a ver la Luna, que aparecía en plena calle como si fuera parte del decorado, detrás de los castillos donde algún grupo folclórico presentaba historias tradicionales celtas durante los festivales de verano. Después se fue a vivir a Popayán, “otro lugar mágico”, dice. Allí creció y cada vez que vuelve necesita multiplicarse para aceptar las invitaciones de las mamás de sus amigos, que le ofrecen envueltos de choclo, sancocho y tajadas de plátano con salsa de ajo y café.
Vivir con un pie en Bretaña y con otro en el Cauca le enseñó a adaptarse incluso a las situaciones más complicadas. Estudió comunicación social en la Universidad del Cauca durante una de las peores épocas de conflicto con las Farc, y allí aprendió como testigo de primera línea de qué se trataba la guerra: vivió de cerca las dos tomas de Almaguer, el pueblo metido en las montañas de donde proviene su madre, y recogió las historias de varios personajes víctimas del conflicto en el campo, en cárceles y en pleno centro de Popayán: la guerra llegaba a todas partes. Después llegó a Bogotá para terminar su carrera en la Universidad Central, pero todavía guarda los casetes con las entrevistas de esa época y a veces se pone a pensar en esos relatos con la idea de dedicarse, algún día, a escribir las historias. “Porque me encanta escribir, pero no consejos ni nada de eso”, dice. “Me gustan los relatos de vida y las crónicas que conmueven. No soy light, sino que voy al núcleo”.
En el 2010 fue reina del Cauca. No ganó la corona en Cartagena, pero ese fue su primer paso para convertirse en presentadora, sin dejar en ningún momento su obsesión por las historias más humanas. En el 2013 ganó un concurso de E! Entertainment y un par de años después empezó a hacer los programas E! Special con historias sobre moda y diseñadores que se presentan en toda América Latina. Después, en el 2016, llegó al Canal Uno: empezó como presentadora de entretenimiento en CM& y en GPS, pero poco después entró a Caracol Internacional y a Lo sé todo, donde encontró el espacio para hacer entrevistas en las que logró que personajes como Víctor Manuelle, Juanes, Ñejo, La India y Gilberto Santa Rosa dejaran a un lado el libreto y contaran, realmente, su historia. Ahora, en La movida, el nuevo programa de entretenimiento de RCN, quiere seguir haciendo lo mismo.
Usted nació en París y vivió allá hasta los diez años. ¿Cuál era su plan favorito?
Ir a Redon, donde vivían mis abuelos. Es una ciudad en Bretaña, celta, en la parte norte de Francia, y tienen una cultura muy bonita y muy fuerte. Me acuerdo de ir a bailes típicos de allá con mi familia; eran unos montajes increíbles de obras de teatro que presentaban en la calle, al pie de un castillo, con una luna gigantesca que parecía hacer parte de la escena. También me acuerdo de ir a visitar castillos, como el Mont Saint Michel, o íbamos a Disney, porque como mi abuelo trabajó en Mattel, mi hermana y yo teníamos todos los juguetes del mundo y el pasaporte anual para entrar al parque. Lo gracioso es que ahora, cuando voy, hago los mismos planes con mi papá: vamos a Disney o al Louvre. Mi parte favorita es donde están las momias: hay una que tiene un papiro en las manos y mi papá cuenta que no se lo podrán quitar nunca, porque si se lo quitan, se daña; por eso nunca se va a saber qué dice.
¿Por qué terminó viviendo en Popayán?
Mi mamá, que es de Almaguer, Cauca, volvió a dar clases de filosofía política en la Universidad del Cauca. Ella es doctora de La Sorbona y siempre quiso hacer proyectos de investigación, pero no pudo desarrollar su carrera en París, entonces se vino a Colombia con mi hermana y conmigo; mi papá, que es doctor en física nuclear, se quedó allá. Fue un choque fuerte, primero porque se estaba separando mi familia; segundo, porque era otro idioma y otra cultura. Pero para mí, Popayán siempre va a ser mi casa: allá eché mis raíces y me enamoré de la chirimía de los campesinos, de moler el café en la casa, del horno de leña de la casa de mi abuela, de donde salía el dulce que nos comíamos en diciembre. A ese cambio le debo ser lo que soy, porque tengo la capacidad de adaptarme a lo que sea. Además, Popayán es superrico culturalmente: yo entré a La Escala, la academia musical, y aunque nunca me van a ver cantando, aprender a pararse frente a un público o una cámara lo saqué de allá.
¿Cómo era el ambiente en su casa entre un físico nuclear y una filósofa política?
A mi hermana y a mí nos alimentaban la imaginación y la creatividad. Mis papás nos hacían shows de títeres, nos contaban historias que combinaban a Robin Hood con Juana de Arco y compraban los libros de Tintín y de Astérix. Yo creo que fue eso, que nos dejaron ser: yo, por ejemplo, siempre tuve gustos de niño y jugaba con pistas de carros, con una mano de Garfio que no me quitaba. Era pura creatividad.
¿Cuándo decide estudiar periodismo?
Estudié comunicación porque no hay nada que me guste más que hacer entrevistas y descubrir personajes. Cuando estaba en la Universidad del Cauca, el departamento estaba en pleno conflicto, entonces pude escuchar esas historias. Yo empecé a escribir crónicas y relatos de vida y no había nada que me gustara más: transcribía noches enteras y es algo que sueño y que quiero volver a hacer algún día.
¿Qué historia recuerda?
Ufff… ¡Es que eran muy fuertes! Yo entrevisté a una persona que cuando era niño fue huérfano de la avalancha de Armero y que terminó en el Cauca cocinando coca, pues lo reclutaron por estar por ahí en la calle. Cuando estaba trabajando en esa historia lo metieron a la cárcel, y me acuerdo que mi profesora, Irma Piedad Ruiz, me dijo: “¿Y entonces porque está en la cárcel usted no va a escribir más?”. Me tocó meterme en la cárcel y lo seguí entrevistando. Todavía me acuerdo de las chanclas transparentes con las que tocaba entrar y de los sellos que ponían en las muñecas. ¡Y yo supernerviosa porque ya iba para el reinado!
¿Cómo fue su experiencia en el reinado?
Yo tenía dos opciones: o enloquecerme con tanta rigurosidad y obsesión que veía en las otras concursantes, o disfrutarlo y conocer a la gente. Yo quedaba sorprendida cuando mis compañeras aprovechaban los 30 segundos del ascensor para hacer cinco sentadillas más, pero por otro lado, me encantaron todas las causas por las que trabaja el reinado. A mí, me dio la oportunidad de ayudar a muchas personas con las que hoy sigo trabajando, como las tejedoras de seda del Cauca, que tienen que sembrar las moreras, cuidar el gusano y luego volverse nada las manos para tejer la seda y que les paguen tres pesos; o a Héctor del Roble, un diseñador de Bolívar, Cauca, que también tiene claro qué es la guerra. Sentí que tenía algo en común con ellos, porque al igual que mi familia, ellos también habían vivido la guerra: nos habían bombardeado las casas, como pasó en Almaguer con la casa de mi abuela, que quedó destruida en una toma de la guerrilla, pero decíamos: “La guerra no nos va a hacer malas personas, ni nos hace menos, ni nos va a frenar”. Ya llevo diez años trabajando con ellos.
Pero volviendo al reinado: a pesar de los sacrificios en los que tenía que encajar para cumplir el molde de reina, me la gocé. Todas mis compañeras eran muertas de la risa conmigo, y aunque no llevé la corona a mi departamento, me terminaron invitando a muchísimos eventos oficiales.
Terminó como presentadora en E! ¿Por qué tomó el camino del entretenimiento?
Era una deuda que tenía conmigo. Después del reinado dije: “El próximo concurso al que me presente me lo voy a ganar”. En el 2013 fui Chica E! y hasta ahora sigo haciendo los programas Red Carpet Review, It’s Hot y E! Special para Latinoamérica. Después llegué al Canal Uno: estuve en CM& como presentadora de entretenimiento y en GPS, que era el programa de crónicas de Yamid Amat Jr. Luego estuve en Caracol Internacional y finalmente llegué a Lo sé todo.
¿Cuáles fueron sus historias favoritas?
Siempre intenté hacer entrevistas como la que le hice a Ñejo, el cantante de reguetón. La gente lo ve y dice: “Ese es un guache reguetonero”, pero cuando yo lo vi llorar y abrazarme porque no podía ser indiferente a los niños que limpian vidrios en la calle, porque él lo vivió, yo decía: “Esto es lo que yo quiero”. A mí me gustan las historias que muestran el lado humano de los artistas, las que les dan la oportunidad de decir: “Soy mucho más que una marca”. Y otra que me gustó mucho fue la que le hice a La Mosca Tsé-Tsé, el cantante argentino, que se puso a llorar porque su relación con su esposa no iba bien. ¡Ojo!: no es que me guste hacerlos llorar, sino que me gusta ver el lado humano de ellos. Que no me respondan: “Bueno, muy feliz acá en Colombia presentando mi nuevo disco”, porque eso es lo que dicen en las cuarenta entrevistas, sino que sean capaces de sacar ese pedacito que es realmente de ellos. Eso es lo que más me gusta del nuevo proyecto de RCN, La movida, que sale el 13 de julio y al que le estoy dedicando todo mi tiempo. Voy a estar con una gente muy tesa y, lo mejor, es que voy a poder seguir haciendo mis entrevistas, que es lo que me gusta y me apasiona. ¡Que me quiten todo menos eso!
Y el tiro al plato: su cuenta de Instagram está llena de fotos de usted disparando. ¿Cómo empezó su obsesión con ese deporte?
Yo estuve casada. Me divorcié el año pasado y mi exesposo, con el que tengo una muy buena amistad, me enseñó a disparar. Cuando me separé, dije: “¿Acaso porque me separo voy a dejar de disparar? ¡No!”. Entonces conseguí mi escopeta y mis tiros. Sacar el arma y el salvoconducto es un gallo, pero me encanta: es una adrenalina increíble. Soy socia de un club de tiro y voy todos los fines de semana porque quiero llegar a competir.
¿Qué le falta lograr para competir?
¡Pues subir el nivel! Hay gente que practica todos los días desde hace años, pero lo que me dicen las personas con las que he disparado es que lo hago bien, y yo me la creo: tengo un buen manejo del arma, sé concentrarme y sé escuchar. Si me dicen: “Parte el plato con más agresividad”, sé cómo hacerlo; o si me dicen: “Dale primero al plato A y luego al B porque el B va muy lento”, empiezo a entender la velocidad. Además, en esto hay algo de ley de atracción. La gente dura que conozco en este deporte dice: “Imagina el plato, imagínate cómo lo vas a partir y cuando lo veas partido, dispara”. Y es así: si ves un plato hecho polvo, lo vas a volver polvo. ¡Aplica en los platos y aplica en la vida!
Son cincuenta años desde la vez que el hombre puso un pie en la Luna. ¿Cuál ha sido el mejor cielo que usted ha visto?
Los tengo clarísimos. Uno es en Bretaña, afuera de la casa de mis abuelos. Y el otro es tirada en la calle en Almaguer, Cauca. En diciembre, después de los aguinaldos, como ya no pasaba ni un carro por la calle, nos acostábamos sobre el empedrado a ver estrellas. Éramos quince chinos y nos poníamos a ver quién contaba más estrellas fugaces. ¿Es que quién se puede dar ese lujo? Ahí me acordaba del miedo de Astérix y Obélix, que es que el cielo se les caiga encima. Ese es el miedo de los galos, no puede haber otro temor más grande.
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